Is 52,13-53,12: Fue traspasado por nuestras rebeliones.
Sal 30: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Hb 4,14-16; 5,7-9: A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.
Jn 18,1-19,42: “Mirarán al que atravesaron”.
Abríamos esta celebración de la pasión y muerte del Señor con silencio. A los pies del altar vacío, nos hemos postrado abochornados por el sufrimiento y la injusticia de este mundo, que llega a traspasar una frontera inaudita con el padecimiento y la muerte del mismo Dios. Con un silencio elocuente, nos mostramos desbordados por una realidad espesa e infranqueable y dejamos, pedimos que sea Dios el que hable.
La dinámica de la liturgia de este Viernes Santo apunta a una respuesta. Primero con la Palabra, que nos habla del justo sufriente y redentor, anunciado en la distancia por Isaías aun sin conocerlo, y reconocido en Cristo por la Carta a los Hebreos como el obediente hasta la muerte que ha traído la salvación eterna. La lectura de la Pasión nos ha llevado a los detalles de aquel trance de la entrega generosa de la vida del Hijo de Dios para que tengamos vida. Luego la oración universal nos sitúa como intercesores del mundo; la Cruz genera vínculos de sensibilidad y comunión con las necesidades de todas las personas. Tras hablar la Palabra, habla la Cruz desnuda, a la que adoramos. En Cristo el sufrimiento se convierte en purificador y liberador y camino de comunión con Él para todos. Será como terminemos esta celebración, tomando el cuerpo del que se entregó por nosotros.
Así responde Dios en esta liturgia dejándonos ahora para que nosotros digamos y hagamos un silencio que se abre a la interpelación personal sobre cómo es mi respuesta a la entrega de Cristo en la Cruz y mi posición ante el sufrimiento humano.