Ex 12,1-8.11-14: Cada uno comerá su parte hasta terminarlo
Sal 115: El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo.
1Co 11,23-26: “Haced esto en memoria mía”.
Jn 13,1-15: Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.
Aunque nos lo cuenten con detalle, no es lo mismo. Hasta que el agua no toque nuestra piel no sabremos cómo el cuerpo responde a este encuentro; desconoceremos sus sensaciones. El tacto exige la máxima proximidad para llevarnos a una experiencia personal, intransferible. Podrán contarnos, pero quedará lejos; solo cuando existe la cercanía del contacto podré contar por mí mismo sobre aquello que he experimentado y me ha revelado algo personal. Esta tarde nuestra piel nos habla del agua; a ver qué dice…
Primero que diga el Maestro de quien hemos aprendido. El agua tocó sus manos para otros; es decir, la sostuvo para acercarla a quien debía. El gesto era conocido en tiempos de Jesús por los siervos, que se arrimaban a sus señores para lavarles los pies y subrayaba la diferencia entre el amo y el esclavo. Con el agua iba la sumisión, la servidumbre, la esclavitud. Al hacer suyo aquel rito Jesús asumía todo lo que significaba y llevó el agua del servicio a sus propios discípulos con el mandato de que hicieran ellos lo mismo.
Esto, aunque lo ven los ojos, aunque lo escuchen los oídos y asientan no llegará a consumarse hasta tocarlo. Primero hay que dejarse tocar por el Señor en el servicio para poder ser en primera persona. Pedro estuvo a punto de rehuirlo y, creyendo que así servía más al Señor, habría renunciado a conocerlo de verdad.
El momento del lavatorio tenía una enorme densidad; recogía tantos episodios en los que Cristo había trabajado por acercar a Dios a los hombres en su misericordia, en su fidelidad, en su verdad, en su belleza. Allí lo expresaba todo, allí unía a Dios y hombres y a los hombres entre sí, como gesto fraterno, convirtiendo la sumisión del esclavo en delicadeza de hermano, que acoge en lo áspero, en lo sucio, en lo herido… como los pies.
Este signo habría sido bello pero efímero sin el respaldo de la entrega de Cristo en un banquete. Sin saber si fue cena de la pascua judía o no, aquellos manjares, pan y vino, fueron tan arrimados a la intención de Jesús en su donación al Padre por la salvación de los hombres, que se llenaron de sentido divino como alimento para la vida eterna. En ellos se llega a la proximidad máxima con Dios; comiéndolos se come la divinidad y se participa de la misma condición divina. Pero con condiciones: siempre y cuando vaya acompañado de algún tipo de lavatorio, se disposición y gesto de servicio y amor a los otros.
La celebración de este Jueves Santo contiene todo lo que vamos a celebrar en el Triduo Pascual y que apunta a la Pascua prolongada sin término que es la vida cristiana: El amor de un Dios que se nos da entregándose por amor, la repuesta del discípulo que se deja toca para servir a otros en el ejercicio del amor fraterno, el banquete celebrado para hacer memoria del que se hizo vida humana para que el humano pudiera tener vida divina, la institución del servicio de aquellos que han de celebrar los sacramentos para seguir tendiendo puentes y que lo humano se vaya empapando de lo divino.
El tacto ha de terminar por consustanciarse con el agua del lavatorio, las manos con el servicio de amor. Aunque nos lo cuenten, no lo creeremos, no lo viviremos si nos hemos dejado tocar en lo más íntimo por el Maestro y llevar por el Espíritu a vivir desde su amor.