Ex 17,3-7: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?”.
Sal 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.
Rm 5,1-2.5-8: La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Jn 4,5-42: “Dame de beber”.
El patriarca Jacob cavó un pozo para su hijo José. No todos saben escuchar el rumor del agua bajo la tierra para abrir un hoyo y dar con el lugar oportuno; es un arte. ¡Cuántos hoyos infructuosos! Cuántas veces se esperaba encontrar un surtidor excavando y no hubo manera. Jacob tendría sus indicios para encontrar donde buscó. Le regaló a José una fuente de vida para hombres y ganados. Casi dos mil años después seguía ofreciendo agua. Y los samaritanos de Sicar continuaban disfrutando de regalo, al que acudían cada vez que necesitaban agua, como la mujer que se encontró Jesús junto al pozo en el momento en que ella se disponía a proveerse.
Una vez abierto el orificio y descubierta el agua, ya solo hace falta acercarse a él para llenar los recipientes y llevarlos a casa. El recorrido ha de ser diario y perseverante. Si se deja de hacer, se queda la vida amenazada. La sed es el reclamo que tiene el cuerpo para pedir vida a través del agua. Pero ni con agua la vida queda saciada. Tenemos sed de más, de mucho más. Jesucristo se muestra como el agua que realmente colma. El agua imprescindible para el cuerpo es tomada como una imagen poderosa para significar el Espíritu Santo que vivifica y que nos llega por Jesús, como pozo nuevo e inagotable donde encontrarse con la vida verdadera y plena.
El diálogo que Jesús inicia despega a la samaritana de prejuicios contra los judíos y, más aún, la pone en búsqueda de esa agua de la que realmente tiene sed. No basta con ir diariamente a por agua, a nuestros asuntos, a los quehaceres cotidianos. Nuestra vida no queda satisfecha con esto y lo revela la sed de más, que no puede si quiera paliar la actividad o los éxitos en nuestros propósitos. Del mismo modo que hay indicios en la superficie para encontrar agua subterránea (como vegetación frondosa en el lugar), también podemos hallar signos que nos indican hacia Jesús como fuente de agua viva. La samaritana de Sicar lo fue descubriendo en su conversación con Él. Primero lo trata como judío, luego como profeta, a continuación como Mesías, por último como el dador del agua que vivifica y hace adorar a Dios en Espíritu y verdad.
El Pueblo de Israel tuvo que entablar un diálogo con Dios para encontrarse también con el agua de la supervivencia. Sucedió cuando la sed los torturaba. Sobresalen las veces en que dirigimos nuestra mirada a Dios al sentir que nuestra vida está en peligro. No está bien mirar a Dios solo con acritud y queja y duda de si realmente está, ayuda, acompaña. Sin embargo esta situación que sufrió el pueblo bastó para iniciar la conversación, por mediación de Moisés, que terminó con agua abundante.
La ocasión está dispuesta para hacer memoria del agua de nuestro bautismo y de la vida que hemos cuidado desde que lo recibimos, de si valoramos el diálogo con el Señor y lo reconocemos como el surtidor de agua viva que salta hasta la vida eterna. También de si somos lugar fecundo y frondoso donde otros encuentren signos de que ahí existe un agua tremendamente eficaz que supera con mucho el poder de las otras aguas. Esto se percibe en la esperanza con la que vivimos, si es esperanza en la resurrección y vivimos como aquellos que, por el Espíritu, están ya en trance de resucitados.