Is 42,1-4. 6-7: Sobre él he puesto mi espíritu.
Sal 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10,34-38: Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos.
Mt 3,13-17: El Espíritu Santo bajaba como una paloma y se posaba sobre él.
Ayer lo vimos niño y hoy mozo. De lo uno a lo otro ¡caben tantas cosas…!, de las que no se preocupó en contarnos ninguno de los evangelistas (salvando el episodio en el Templo a la edad de doce años que narra Lucas). Algunas se pueden intuir por sus padres, su cultura, su época. Como certeza: que vivió siendo obediente; obediente a Dios Padre en las obediencias cotidianas e incluso frustrantes de los suyos, los ajenos y sus circunstancias. Desde lo que movió para que naciese en Belén (un decreto caprichoso de la autoridad) hasta el aprendizaje doméstico en Nazaret.
La obediencia es el modo más sublime de muerte. Para quien no nos hayamos enterado aún: vamos a morir o, por ser más preciso, estamos muriendo. Nuestra vida está abocada a la extinción y es irremediable, por lo que lo más inteligente y provechoso es ir muriendo de un modo que parezca que nuestra existencia haya tenido sentido. Una de las enseñanzas del Maestro o, tal vez, la única enseñanza es su relación con Dios Padre que puede resumirse en “obediencia”. A hacer caso al César, a someterse a los padres en Nazaret, a permanecer oculto, a ir aprendiendo con paulatinidad humana, a acercarse a Juan el Bautista para ser bautizado y comenzar a hacer visible su oficio.
La fiesta que celebramos hoy asume todo este itinerario de obediencia y lo manifiesta en el contexto de un gesto que servía para una conversión personal con el arrepentimiento por el mal causado, pero que es, fundamentalmente, el momento en el que el Espíritu Santo consagra a Jesucristo para su misión, para morir. Dios Padre lo consagra con el Espíritu para su muerte.
En el agua convergen la muerte y la vida, el diluvio, la destrucción de las tropas egipcias y la liberación, la fecundidad. Las resistencias al camino hacia la muerte pueden llevarnos al drama de una rebeldía lesiva que pretende obviar la muerte, maquillarla, esquivarla. El único antídoto es el amor y el amor es el fruto más exitoso de la obediencia. Morimos al individualismo, a la satisfacción inmediata de nuestros deseos, a la indiferencia al sufrimiento y la alegría del otro, a la despersonalización de las relaciones, al aislamiento, al autoritarismo… que son intentos frustrantes de revertir la muerte. El Espíritu no lleva a evitar la muerte, sino que le da sentido: morir por amor, para que otros vivan.
Jesús Niño provocó la muerte de María y de José; todo en sus vidas cambió cuando fue concebido y nació. Es el bello drama de la maternidad y la paternidad: en el centro aparece otro que no es uno mismo. Todos los proyectos se doblegan para armonizarlos con el hijo, a veces arrinconarlos y otras veces abandonarlos. Jesús Mozo se convirtió en manifestador de la paternidad de Dios en público. El Espíritu Santo lo hizo posible y comenzó a morir, para culminarlo en la Cruz. Quien no hizo otra cosa que amar, no cosechó más que el amor de Dios Padre, capaz de resucitar. El que muere obediente, resucita glorioso y soberano, cogobernante con Dios.