Mt 21,1-11: “¡Hosanna al Hijo de David!”.
Is 50,4-7: El Señor me abrió el oído. Y yo no resistí ni me eché atrás.
Sal 21,8-9.17-18a.19-20.23-24: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Fp 2,6-11: Se sometió hasta la muerte y una muerte de Cruz.
Mt 26,14–27,66: “¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?”
“El Señor me abrió el oído. Y no resistí ni me eché atrás” (Is 50,5) Pides el oído y luego te callas. No todo fue silencio. Pronunciaste tu Palabra: dijiste y dijiste y entonces sí que se te entendía. Costó acostumbrarse a tu Palabra, porque hablaba de lo que no teníamos hábito. Pero terminamos por hacernos a la belleza de la misericordia, de la aceptación incondicional, de la posibilidad renovada del amor primero. Nos enseñaste a amarte y amar todo lo bello que pusiste en nosotros, hechura de tus manos, criaturas preciosas a tus ojos. Y a entristecernos ante la fealdad de lo que aparta de ti y desmejora tu obra en nuestros corazones, lo que pone resistencia a reconocerte como nuestro Señor.
Pides el oído y ahora tu Palabra, tu Hijo, su predilecto llega con un triunfo… aparente, entrando a la Ciudad Santa, Jerusalén, y reconocido por muchos como el que tenía que venir.
Pides de nuevo el oído y, ¿qué encontraremos? La Palabra maltratada, insultada, traicionada, torturada… tan malherida que se queda silenciosa.
Danos oído más fino, más sutil, más resuelto ante tu Palabra que nos habla, como nunca, en este misterio de Cruz, Muerte y Resurrección. Entonces, solo entonces, podremos escucharte y entenderte suficientemente para vivir tu entrega y saber que fue por mí y por todos. Así nuestra vida, amiga de tu Palabra hecha carne, hecha herida, hechura de desprecio, gustará más de tu misericordia y podrá hablar a los demás como Tú, Señor, nos hablas.