Ez 37,12-14: Os infundiré mi espíritu y viviréis.
Sal 129: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.
Rm 8,8-11: El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en nosotros.
Jn 11,1-45: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”.
Llegó tarde, cuando ya había pasado el tiempo para actuar conforme a lo que se esperaba de Él. La esperanza no era ciega, ya lo había hecho otras veces en las que sí llegó a tiempo. Se le escapó la ocasión y lo hizo adrede. Parece que no fue el único momento en que acudió con retraso. Los teólogos medievales se preguntaban sobre ello de modo rotundo: ¿Por qué tan tarde? Apuntaban hacia el momento de la encarnación del Hijo de Dios. ¿Había dejado Dios la humanidad desamparada de Cristo tantos siglos también a propósito?
Afortunadamente el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo (como lo reconoce Marta) intervino con un prodigio inesperado. No era la primera ocasión en que revivía a un muerto. La mujer viuda de Naín y la familia de Jairo lo sabían, pero tampoco fueron de los milagros más prodigados. La muerte está envuelta siempre por esa cápsula de irreversibilidad que convierte la lucha contra ella en causa perdida. Pero Marta y María y seguramente también el mismo Lázaro creían en la resurrección final de los muertos. Y creían en que Jesucristo era el esperado, el Mesías anhelado. Aunque, junto con esto y sobre todo esto, Él era su amigo. Le habían abierto su hogar, le habían confiado su intimidad, lo habían hecho de la familia. El “si hubieras estado aquí”, delataba una pregunta no expresada: ¿Por qué no estuviste aquí? La disconformidad con el retraso tiene cierto acento de reproche.
Hubo un argumento con el que Jesús justificó ante sus discípulos la tardanza: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Luego, antes de la revivificación de Lázaro (lo distinguimos de la resurrección en sentido propio como vida gloriosa sin sufrimiento ni muerte), dice el Maestro: “…Para que crean que Tú me has enviado”. La gloria de Dios consistiría, por tanto, en creer que el Padre ha enviado al Hijo que este tiene capacidad para obras grandes, como revivir a un muerto. ¿No podría haberle ahorrado lágrimas y tristeza y desvelos a Marta, María y los cercanos a Lázaro y a su familia? ¿Este ha de ser el precio para que sea Dios glorificado por los hombres? De otro modo: ¿La tardanza de Dios requiere el sufrimiento humano o son consecuencias colaterales de un bien mayor?
Por una parte partimos de la premisa de la misericordia divina y su interés por la salvación de todos, por tanto, de su felicidad. Dios no puede querer otra cosa que el bien. Por otra, la gloria de Dios es que el hombre viva (en palabras de san Ireneo de Lyon) con lo que no puede haber contradicción entre la glorificación del Hijo y el bien del ser humano. No creo que puedan entenderse las lágrimas y el sufrimiento como un mal coyuntural en aras de un bien mayor posterior, sino, más bien, como el camino necesario para el reconocimiento de Jesucristo como Hijo de Dios Vivificador. Esto en la medida, podría decirse, en que el desgarro personal provocado por la muerte de un ser querido ahonda la capacidad humana para concienciarse de la necesidad de un Dios dador de vida y la confianza y la esperanza en su promesa. La profunda sensación de indigencia e impotencia ante un acontecimiento tan doloroso lleva hasta cierto límite la fe en Dios, como a una cuerda floja, donde el creyente da como un salto hacia delante en la confianza en Dios para esperar en Él o bien se repliega como herido en su fe, entendiendo esa oscuridad como impenetrable. El milagro con Lázaro va a sentenciar la muerte de Jesús, como indica Juan. Por eso, no solo precede cronológicamente a los últimos acontecimientos de la vida del Mesías, sino que aporta pistas para su intelección. Dios tampoco ahorra sufrimientos a su Hijo. ¿Tenía que pasar la redención y la salvación por la Cruz? La historia humana proporciona estos trances en una mezcla de limitación propiamente, maldad del hombre (pecado), solidaridad en el pecado y en el sufrimiento y la distancia con respecto al destino glorioso previsto. Esquivar cualquier de estos aspectos, licuados en la Pasión y Muerte, llevaba a renunciar a algún elemento importante de la condición humana con cierto deterioro en la eficacia redentora.
La intervención de Dios llega en su momento oportuno, incluso cuando nos oponemos a ella. La lectura de los episodios, especialmente dramáticos, de la historia de Israel tras el desastre del destierro, capacitó al Pueblo para entender que habían sido ellos los infieles a la alianza y no Dios. El destierro era una consecuencia merecida por su desobediencia. Ezequiel utiliza la imagen del sepulcro para testimoniar la situación del Pueblo en el exilio, un final fulminante y definitivo. Pero habla del Espíritu vivificador de Dios que los sacará de sus tumbas y les dará vida. Dios aparece como quien tiene una palabra soberana sobre la misma muerte y es capaz de devolver a la vida al hombre muerto espiritual y, con Jesucristo, también físicamente. El Espíritu Santo, es por tanto, el que puede enternecer la carne humana para no secarse con todas aquellas tendencias que la llevan a su endurecimiento y su muerte. De este modo lo explica san Pablo. Mientras la carne cree encontrar vida en cosas y experiencias que pronto se descubren como falaces por no cumplir lo que prometen e infringir un grave daño, el Espíritu es el que lleva a la carne a creer que solo es Dios el que puede proporcionar esa Vida añorada. El trayecto no está exento de lágrimas y preocupaciones.
Tampoco ahora llega tarde el Señor. Nuestra tardanza para dejarnos iluminar y comprender es la que retrasa descubrir al Padre como el que nos ha hecho para la eternidad, al Resucitado como el Vivificador y a su Espíritu como Señor y dador de Vida… la eterna, sin duda.