1Sm 16,1b.6-7.10-13: “Llena la cuenca de aceite y vete, por encargo mío, a Jesé”.
Sal 22,1-6: El Señor es mi pastor, nada me falta.
Ef 5,8-14: Ahora sois luz en el Señor.
Jn 9,1-41: “Para que se manifiesten en él las obras de Dios”.
Lo que cogen y dejan las manos dejará algún rastro en ellas aunque solo sea en lo microscópico. Algo se impregnarán de ello. Lo sabemos muy bien ahora que entendemos que unas manos contagiadas en lo diminuto pueden llevar un contagio colosal al cuerpo propio y al cuerpo social. Cualquier vestigio de lo que se ha posado sobre ellas se borrará con una buena limpieza. Son otras las marcas que no solo impregnan, sino que también las configuran en forma de callos, cicatrices secas o huesos deformados, registro de trabajos ancianos y duros. Todavía más hay huellas en las manos, aquellas que las conforman a un modo de vida o una misión.
Que traigan aquí sus manos Samuel, David y Jesucristo a ver qué llevan consigo. Las de Samuel tendrán la señal del aceite, por ungido por Dios para ser juez del Pueblo, para ser quien unja otros elegidos por Dios. El óleo conlleva la responsabilidad de saber a quién se derramará. Tuvo Samuel que posponer sus criterios para que Dios le afinase más en la elección. Al final el peor de los candidatos, el más pequeño de la familia. Para acertar no hay pensar como los hombres sino acercarse al pensamiento de Dios.
El pastorcillo David tenía manos de pastor. Los descuidos con las ovejas no estropean tanto como los descuidos entre humanos. Pasó de guía y guardián del rebaño a lo mismo, pero con el Pueblo. No dejó de oler a oveja. Aquí lo insólito: ¡Sin perder amistad con Dios! Esto le salvó de la ineptitud cobarde de quien tiene el poder para el maltrato. Pastor de principio a fin, también se ensució las manos de adulterio y de sangre asesina. Su amistad con el Señor le llevó al arrepentimiento y al perdón, pero las huellas de su pecado cayeron sobre su familia y su pueblo.
También tenían sus manos, las de Jesús, unción del Espíritu y sustancia de pastor desde el principio de los tiempos. Pero adquirieron calidad de artesano al implicarse en el modelado del polvo primigenio. Se impregnaron de la tierra humana a la que dio consistencia con el agua de su Espíritu y así resultó el hombre no solo un ser viviente, sino un ser para la Vida. Emula Cristo al Padre cuando toca los ojos del ciego de nacimiento con tierra y saliva de su propia boca. El Espíritu le brota a Jesús de los labios al pronunciar Vida y Luz. En sus manos no se oculta el vestigio de lo que somos, tierra humedecida por el Espíritu de Dios. Los ojos secos quedan fecundados por el don de Dios y se abren por primera vez a la luz contemplando a Cristo. En muy poco tiempo aventaja en visión a los fariseos, a sus mismos padres y a los discípulos de Jesús. Lo reconoce como el Hijo del hombre y se postra ante Él. Transparente sencillez y sinceridad, no teme ser veraz; ante las preguntas insistentes de los fariseos responde con soltura lo que ha sucedido, hasta que se encuentre de nuevo con Jesús y confirmará lo sucedido: no la visión de un ciego, sino las maravillas de Dios en su enviado, el Hijo del hombre. Las manos del ya no ciego, del que ve realmente, se han impregnado de Cristo.
Ahora miremos nuestras manos. Tienen también el agua de fecundidad del Espíritu Santo; están habilitadas para hacer presencia de Dios allá donde se posen. El contagio habría de ser imparable; si dejásemos a Dios que tocase con nuestras manos, cuánta luz facilitaríamos a nuestro mundo.