Ex 17,3-7: “¿Qué puedo hacer con este pueblo?”.
Sal 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.
Rm 5,1-2.5-8: La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Jn 4,5-42: “Si conocieras el don de Dios… Él te daría el agua viva”.
Donde urge la necesidad hay sitio para muchos, los necesitados. Habiendo prisas por satisfacer o aliviar carencias, pueden descuidarse otras necesidades.
La sed del pueblo de Israel se convirtió en un enorme problema para Moisés, porque estaban al punto de la sublevación, el apedreamiento de su guía y el regreso a Egipto. Aquella situación les tendría que sonar a un sonoro fraude. Lo que le recriminaban a él, se lo hacían a Dios. Y de Dios les vino la solución.
La situación había sido llevada al extremo; el pueblo no solo había agotado sus reservas de agua, sino que ya estaba “sediento” (alguna traducción dice: “atormentados por la sed”). Los reproches del pueblo no llegaron hasta verse en una situación límite y Dios no obró el milagro hasta que, llegados a ese momento crítico, se dispusieron a la insurrección. ¿Habría Dios desatendido a su pueblo si no se hubiesen rebelado? ¿Por qué esperó hasta justo el instante previo al colapso?
Dios lleva al límite su amor, entregando a su Hijo para morir en la Cruz. La esperanza no defrauda. Tanto se acercó Dios al pueblo que es ahora su hijo el que tiene sed. No aspira a verla satisfecha por su Padre, sino por una mujer samaritana que se ha acercado al pozo a por agua. Comparten sed y pozo, pero ella tiene el instrumento útil para sacar el agua y poder beber; Jesús no. Tiene que esperarla y, en la espera una petición y un diálogo. Dios nos espera allá donde acudimos a saciar nuestra sed y, sentado a nuestro lado, nos pide asistencia y nos propone más que agua. Se inicia un camino gradual donde, entre preguntas sobre una realidad cotidiana, él va aportando información acerca de su identidad. La que en principio podía ser donante, se convierte en receptora, habiendo despertado en ella una sed de algo distinto, insuperablemente mejor, que no puede alcanzar por sí misma ni otros pueden conseguir para ella, sino que solo puede darlo el que está junto a ella en un diálogo amable y corriente. Del agua del pozo han pasado al surtidor que salta hasta la vida eterna, del monte de culto a la adoración al Padre en espíritu y verdad, del reconocimiento de Jesús como un judío (hostil a los diferentes, los samaritanos) a su proclamación como Mesías y Salvador del mundo.
Allá estaba Jesús esperando, donde sabía que acudirían a consecuencia de la sed. Allí les esperaba también en el Horeb, pero el pueblo de Israel no lo identificó, porque solo estaban preocupados de llenar sus odres de agua y no dejaron que Dios sostuviera una conversación con ellos. Simplemente aguantaron a que la situación se volviese insoportable y explotaron contra Moisés y contra el mismo Dios. Antepusieron su sed a la Alianza; prefirieron el agua a Dios. Parece que así podría entenderse aquella situación límite; Dios no los llevó a una prueba tan fronteriza, acudieron ellos solos, porque solo el agua delimitaba la meta y no el cielo. Cuando hay abundancia, también olvido; cuando escasez, preocupación; cuando ausencia, sublevación. ¿Dónde dialogaron con Dios en cualquier de estos momentos? Solo ellos y el gua para ellos. A pesar de su dureza para dejar que Dios entrara en conversación con su Pueblo (ni siquiera se dirigen a Él sino a Moisés) y de quebrarse, Dios volvió a responderles… y, aun así, apenas distinguieron la mera agua, del don del agua viva regalado por su Señor. La esperanza en el Señor no defrauda; habrá que aprender a esperar descubriéndolo sentado junto al pozo, al lugar donde acudimos con nuestras necesidades acuciantes, para hablar tranquilamente con Él.