Reflexión en torno a las lecturas de la Fiesta de la presentación del Señor en el Templo. Jornada de la vida consagrada: “La vida consagrada con María, esperanza de un mundo sufriente”. 2 de febrero de 2020
Lc 2,22-32: Lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor.
Así quiso disponerlo Dios Padre. Entregó a su Hijo el mundo, que hizo por medio de él y luego entregó al mundo a su Hijo, en las manos de María y de José, para que se hiciera carne humana y para que un día el mismo Hijo se entregase a sí mismo para la salvación de este mundo. Parece que Dios no puede dejar de dar, ni de recibir. De este modo se nos presenta el misterio trinitario donde lo que el Padre regala al Hijo es, a su vez recibido por el Padre como respuesta, con el Espíritu Santo como regalo mismo. De este modo lo ha preparado Dios para sus hijos: recibir para dar.
Se entiende pues, un doble oficio en las manos del que se implica con esta vida trinitaria: uno de acogida y otro de ofrenda; manos extendidas para tomar e igualmente dispuestas para entregar. Lo que ofrece no será siempre lo esperado; la experiencia enseña que más bien pocas veces, porque sorprende con demasía sobre lo poco a lo que alcanzamos a pedir. Si María y José esperaban la intervención divina en su Pueblo, el Señor los hizo padres del Salvador; si el pueblo sencillo de Israel aguardaba al Mesías, el Padre le dio a su propio Hijo; si los sufrientes anhelaban consuelo y liberación, el Altísimo entregó a todo un Dios crucificado y resucitado. Pasando Dios por las vidas con tanta generosidad, ¿qué marca dejó en las manos de quien recibió? ¿De qué se impregnó el corazón de cada agraciado?
Se adelantan María y José con agradecimiento por el primogénito con piedad de creyentes, para cumplir con la ley. Llevan al templo al que es Templo. Nunca antes aquel recinto tan maravilloso tuvo tanto a Dios en su interior y nunca se quedó tan poco templo cuando el Niño Templo salió de él. Salieron también de allí María y José, habiendo correspondido a la demanda divina registrada en la ley: que ningún padre conciba a su hijo como propiedad, sino que, agradecido, sepa que es de Dios y para Dios. O de otro modo: que ha sido dado para ser entregado. Esto se lo llevó especialmente María como dádiva desconcertante en la profecía de Simeón: el regalo de Dios que era aquel Hijo, sería causa de gran sufrimiento. Era anticipo de una máxima que no deja de cumplirse: cuanto mayor es el regalo más sufrida es la entrega. Y, trabajo añadido, más dispuesto se ha de estar para recibir de Dios su gracia, su ayuda, para ir dilatando el corazón y ejercitándolo para hacerlo posible. Cuanto más agradecimiento haya por el don, más disposición para ofrecerlo sin apropiaciones indebidas. Por los brazos de Simeón, quizás también por los de Ana, pasó apenas rozándolos. Habían entregado su vida a la esperanza del Mesías y les bastó ese instante, sin pretender retener. Ni tuvieron miedo de sostenerlo ni lo sostuvieron más de lo debido.
Interesa mucho reconocer en el paso de este Salvador por nuestras vidas, que causó, que provocó, qué cambió, para descubrir qué hemos sido capaces de entregar consecuentemente. Entre los intereses, sin duda que habrá que buscar el rastro de esperanza que ofrezcamos a este mundo sufriente y tan necesitado de la Luz de Niño Dios.