Is 58,7-10: Cuando alejes de ti la opresión…, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo… brillará tu luz en las tinieblas.
Sal 111: El justo brilla en las tinieblas como una luz.
1Co 2,1-5: que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Mt 5,13-16: “Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo”.
¡Viva la sal! Mientras sale. ¡Viva la luz! Cuando luce. Si no, se parecerán a sus contrarios, lo soso y la oscuridad, y así no solo no habrá salado ni claridad, sino que ¿podrá seguir permaneciendo esperanza de que existan alguna vez?
La conciencia de las propiedades de la sal tuvo sin duda un proceso. Al principio, cuando aún se desconocía su utilidad, sería percibida como tierra blanca y brillante, apenas diferente a otras tierras de las cuales no se sacaba provecho, dispuesta a ser pisada. Quien quiera que fuese el que le encontró a la sal un oficio, tuvo la gran lucidez de hacerle un espacio en la casa y ella se convirtió en doméstica, es decir, partícipe de la cotidianidad humana. El éxito mayor de aquella arenilla reluciente fue su requerimiento para la mesa. Se tardaría un tiempo en alcanzar la medida justa. Cuántas comidas saladas, cuántas insípidas, hasta que el pulso se templó para la sal apropiada. No todo requería la misma cantidad. Su reclamo era que descubría las virtudes de cada alimento o conjunción de ellos con la habilidad de acentuar el sabor de cada cosa. Su trabajo no beneficiaba al alimento en sí, sino al paladar, con lo cual la comida era aún más apetecible, más acontecimiento. Y, todavía más, extendiendo sus propiedades hacia otras tareas, también propiciaba la conservación de ciertos alimentos y la cicatrización de heridas.
La luz sería entendida en su beneficio en tiempos tempranísimos. Su candela más eminente se encontraba en el sol. De amanecer a anochecer las cosas podían ser percibidas por los ojos mientras aquella claridad de lo alto se posaba sobre las cosas, posibilitando su color y su figura a la vista. Más al alcance de la mano se encontró al fuego como un solecito diminuto. Cuando se lograse dominar la hoguera, se pudo disponer también de luz en ausencia de sol y de luna y de estrellas. Pero, ¿cómo llegar a iluminar el pequeño espacio de la vivienda con una fuerza tan poderosa capaz de destruir cuanto se acerca a ella? Reduciendo su potencia, se redujo también su indomabilidad y se amansó para introducirla como pequeña llama sostenida en la lámpara o la vela. Lo de dentro también podía ser visto.
El recuento de los beneficios de una y otra nos lleva a tomar conciencia de su importancia en la vida humana. Ambas fueron decisivas para la institución del hogar: de hecho, de la luz tomó su nombre la casa para convertirse en el lugar del fuego u “hogar”, donde se podía congregar la familia no solo para refugiarse y descansar, sino también para compartir sus experiencias y comer juntos. Mientras la sal permitía una comida más elaborada y la conservación de los alimentos, con lo cual garantizaba la permanencia del hogar en un lugar concreto. Su sutilidad, la de una y otra, las hace difícilmente perceptibles cuando están (a no ser que uno se detenga a valorarlo) y, sin embargo, es escandalosa su ausencia, a no ser que nos vayamos acostumbrando a los tiempos antiguos, cuando el día a día de los hombres funcionaba sin sal y sin luz, pero entonces tendremos, tal vez que renunciar al hogar.
Estos dos elementos fundamentales para nosotros y nuestras relaciones, aún eran más evidentes en su importancia en tiempos de Jesús. Los ofrece como ejemplo de parábolas para que la gente entendiese. ¿Qué pasará si la sal no salase y la luz no iluminase? No solo encontraríamos dificultades para muchas actividades habituales, sino que quizás tendríamos que renunciar al hogar.
¿No estará queriendo decirnos Jesús que los cristianos hemos de ser quienes propiciemos el hogar con nuestra vida “salada” y “luminosa”? Y el hogar como el espacio para reconocer la importancia de los otros y habitar con ellos, para estrechar relaciones, para proteger al débil, acompañar al solitario; para crear familia, para que todos puedan sentarse a la mesa a comer (que a nadie le falte el alimento necesario), hablar y escuchar, para el perdón y la reconciliación… Todo cuando anticipaba Isaías en su exhortación profética. ¿No hemos de ser esto los cristianos en el mundo? Y si el mundo en gran medida (la tragedia del hambre es un signo de ello) no es hogar. ¿Podría ser que no estuviésemos ejerciendo el oficio para el cual nos eligió Cristo, murió y resucitó por nosotros y envió su Espíritu Santo?