Is 35,4-7a: Decid a los cobardes de corazón: “Sed fuertes, no temáis”. Mirad a vuestro Dios…
Sal 145,7-10: Alaba, alma mía, al Señor.
Sant 2,1-5: No juntéis la fe de Nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas.
Mc 7,31-37: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.
El corazón no está dispuesto a arriesgar cuando no hay expectativas de victoria. Entonces prefiere conservar lo poco que lanzarse a lo mucho, porque se expone a no quedarse con nada, perdiéndolo todo. Siempre que descubra una amenaza, encontrará un motivo para temer y para evitar dar un paso más allá, donde se prevé el peligro. Hay tantos motivos para la cobardía, porque hay tantos motivos para temer una agresión contra la propia existencia.
¿Quién puede acercarse a un cobarde para darle ánimos sin que sea él mismo un cobarde? ¿Quién no tiene miedo a algo? Los habrá valientes hasta el tuétano, pero la mayoría temblamos ante unas cosas u otras. La vida es demasiado vulnerable y los daños pueden ser múltiples. Pero no por eso renunciamos a animar y alentar a los que tiemblan en exceso, mientras pedimos al Señor que convierta nuestros miedos en un instrumento para una mayor confianza en Él, para un claro reconocimiento de nuestra debilidad y una más clara aún confesión de su triunfo en nosotros. Cuando hay esperanza de Vida plena, el miedo retrocede. Y puede haber esta esperanza, porque confiamos en el Señor.
La profecía de Isaías sonaba mucho a buenos y nobles deseos. No hace daño soñar poniéndole color a los anhelos de mejora y bienestar para todos. De ahí a su cumplimiento… ¡Qué bueno si no hubiera ninguna tara y las diferentes discapacidades se resolvieran con nuevas habilidades! El profeta describe un proceso en el que se revierte todo aquello que deja al ser humano mermado en sus posibilidades. Si aquello que resulta irreversible puede tener solución, entonces hay motivos para la valentía. Pero, ¿y si fuera y discurso de poetas o de ingenuos?
El Evangelio hace carne las palabras de Isaías. Un hombre sordo y mudo es “desatado” por Jesús. Él cumple las expectativas antiguas y hace todo nuevo. Un oído y una lengua trabados imposibilita la comunicación para recibir y transmitir. Esta discapacidad impide saber de otro que no sea uno mismo. Llama la atención que Jesús aparte al hombre sordomudo de la gente. La primera palabra que ha de escuchar es la de Dios que abre las facultades trabadas e imposibilitadas. El “ábrete”, que aparece también en el ritual del bautismo, es una palabra eficaz que hace recuperar lo perdido. Sus gestos recuerdan a la plasmación del ser humano en el libro del Génesis, cuando Dios Padre modeló del barro a su criatura. Las manos de Jesús prolongan las del Padre y confieren renovación de salud. Este poder corrobora que ya no hay motivos para temer, porque hay un autor de la Vida, que vela por ella, protegiéndola para que prospere… hacia la eternidad. “Todo lo ha hecho bien”, hasta hacer lo definitivo de entregar su propia vida para que nosotros tengamos vida.
En la comunidad de que habla Santiago en su carta se delatan sorderas y mudeces. ¿No podremos reconocernos nosotros ahí? Él pone palabra para censurar la incapacidad para contemplar desde la mirada de Dios y no desde tasaciones interesadas. En nuestras valoraciones de las personas descubrimos nuestras taras, lo que cierra nuestro corazón a la misericordia divina, que mira con ternura a todos y tiene predilección por quienes viven más amenazados. Abra Dios nuestras sorderas para oírlo fuerte y contundente; abra nuestra boca para animar al cobarde y hacer de profetas ante las injusticias y faltas de amor fraterno.