Sb 11,22-12,2: A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida.
Sal 144,1-2.8-9.10-11.13cd-14: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
2Ts 1,11-2,2: Que Cristo sea glorificado en vosotros, y vosotros en Él.
Lc 19,1-10: También este es hijo de Abrahán.
El que en la parábola del domingo pasado (un fariseo y un publicano subían al templo a orar…) aparecía como un publicano cualquier, hoy lo tenemos con nombre propio: Zaqueo. Y con el nombre, un lugar, una historia, unos anhelos. No era poca cosa ejercer de jefe de publicanos en Jericó. Una ciudad con tanta prosperidad económica (era una importante ruta comercial y un lugar destacado de producción) tenía que reportar buenos ingresos a la hacienda estatal; los encargados de los impuestos, los publicanos, no descuidaban su parte y se enriquecían, porque así se lo permitía la leí, grabando aún más las cargas oficiales del fisco.
Por tanto, el protagonista de este episodio, jefe de los publicanos, sería visto por sus paisanos como una persona sin escrúpulos, inmisericorde, aprovechado, traidor que colaboraba con los romanos, déspota, ruin, avaricioso, un caso perdido… todo un sinvergüenza. Tal vez no les faltasen motivos para pensar así de él, aunque a Dios le sobraban razones para considerarlo de otra manera, porque también éste es hijo de Abrahán.
No cabe duda de que habría oído hablar de Jesús y por eso sale a su encuentro. Quizás esperaba encontrarse con alguien sin un prejuicio tan rotundo sobre él que le aportase algo de novedad sobre sí mismo. Ante un juicio severo y repetido uno puede creerse lo que se le dice y endurecerse tanto internamente que piense que no hay cambio posible y acentuar aún más la situación. Zaqueo busca una bocanada de aire fresco otra mirada hacia él. De modo simbólico podemos interpretar esas espaldas de la muchedumbre con las que se encuentra al ir a Jesús, el rechazo social y religioso. Encanta su interés por ver a Jesús buscando algún recurso para evitar las espaldas de los otros y lo encuentra en un árbol en el que se sube. Como era bajo de estatura, pero aún menor, presuntamente, en la consideración que tiene de sí, encuentra una altura “artificial” para suplir lo que falta. Él en lo alto y Jesús el Galileo en lo bajo, como en una posición invertida, compartirán nivel cuando sea acogido en una casa de publicano, con otros publicanos, pero el sitio personal y de la intimidad de Zaqueo, su lugar.
El hombre grande de Nazaret, el que pasa derramando gracias para quien las quiera tomar, pasará por la vida de Zaqueo para engrandecerlo y estirarlo hasta alcanzar la altura que le corresponde, la de un amigo de Dios, el Amigo de la vida, que ama a todos los seres y, con predilección, a su criatura humana. El nombre de Dios fue honrado en aquella casa, que no era otra cosa que el corazón de Zaqueo, porque le dejó a Jesucristo hacer de Dios, acogiendo, curando, engrandeciendo, y él cumplió correspondió dando hospitalidad al Señor para que su Palabra quedase siempre con Él. El monedero de Zaqueo se vació para llenarse de Dios; no cabía final más feliz.
A la facilidad para sentirnos atenazados, como atrapados en una pequeñez moral, social, religiosa, espiritual y casi asfixiados en ello, Dios responde con su asiduidad a pasar por nuestro lado para mirarnos a los ojos y tratarnos como amigos muy queridos, deseoso de hospedarse en nuestra casa y de provocar conmoción interna para romper la tenaza y liberar de ese empequeñecimiento artificial. ¿Tendremos la audacia de Zaqueo para buscarlo esperando encontrar novedad de vida en Él y seguir buscándolo, aunque haya obstáculos de por medio?