1Re 17,17-24: “Mira, tu hijo está vivo”.
Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Ga 1,11-19: El Evangelio anunciado por mí no es de origen humano.
Lc 7,11-17: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”.
Un luto inesperado y severo se digiere con dificultad, pero, si le añadimos otro luto aún más amargo, podrá dejar en una penumbra impenetrable. ¿Qué otra cosa que la oscuridad interna que aboca a una tristeza indigesta, al menos por el momento? El atuendo oscuro ni le quita ni le da, simplemente comenta hacia afuera lo que pasa por dentro.
¿Qué se llevan de nuestra vida para que perdamos mucho del gusto por la misma vida? La Palabra de Dios nos ofrece el ejemplo de dos lutos rigurosos. La primera lectura y el Evangelio se tocan hasta en la protagonista: una pobre viuda que acaba de perder a su único hijo. Hasta aquí llega uno de los límites de la pena: la muerte del compañero, el apoyo, la seguridad, la relevancia social, el sustento… (en la coyuntura de la sociedad antigua); la muerte del hijo, el afecto, la sensibilidad, la alegría espontánea, el amor más generoso. ¿Cuántas ganas quedarían para vivir cuando se perdieron los principales motivos para ello?
Tomemos el luto de estas madres ya sin maternidad y pongámoselos a otras de actualidad donde la violencia, el hambre, la enfermedad, la droga arrastran el luto a sus casas. Por mucho que duela la pena ajena, nunca tanto como la nuestra, la propia. Y, aunque no pueda tener elección sobre mi luto, que llegará sin llamarlo, sí puedo tenerlo sobre el luto de los otros y retirarme discretamente para evitar el sufrimiento de ver sufrir.
La viuda, y ya no madre, de Naín tuvo el amparo de un gran gentío. Por mucha palabra, por mucho abrazo y pésame nadie podía descargarla de su peso. Eran otros los que sostenían el cuerpo de su hijo muerto, ella retenía la gravedad del hijo muerto en su interior. Compartían peso con desigualdad: la compañía apenas un poquito y ella todo lo demás. Así también sucede hoy en el reparto de penas.
Otra comitiva con número se acercaba hacia dentro de la ciudad, como una corriente inversa. Aquéllos hacia fuera y éstos hacia el interior; aquellos llenos de muerte y éstos de vida, tanto como que tenían consigo al que es la Vida. El Maestro no pudo contener su oficio, el de vivificar, y, compadecido de ella, le dio razones para cesar el llanto, porque en la muerte causó la vida. La orden que pedía levantarse tuvo obediencia. El verbo se repite en otros tantos pasajes de san Lucas: “levantarse”. Cuando Zaqueo, cuando el hijo pródigo, cuando el ciego Bartimeo… En cada uno de esos episodios el complejo y la soledad, el pecado, la falta de fe trajeron muerte, humanamente imposible de superar. Pero un precepto que solo puede mandar el Señor de la vida, hace poner en pie a todo caído o desahuciado. De esto tuvo experiencia san Pablo, cuando el que lo había elegido desde el seno materno le reveló su Nombre y lo vivificó. Lo de antes quedó como pérdida, lo nuevo como ganancia, porque se hizo seguidor del Señor de la vida.
¿Podrá el muerto que se cree vivo recibir de Dios lo que no sabe que necesita? Es imprescindible tomar conciencia de la tristeza a la que se aferra el corazón para preferir la promesa de vida, de alegría del Señor. Cada camino hollado hacia el sepulcro es punto de encuentro con el dador de vida. Si no se regresó vivificado de nuevo a la ciudad es que no se prestó atención a este Cristo que nos salió al encuentro diciendo: “No llores”, y prometiendo vida, porque prometió vestido de resurrección donde nos empeñamos con el luto. Entonces también se estará renunciando a ser ayudante en quitar lutos, siendo testigos abiertos y luminosos de la alegría obrada por Dios en mí. Se nos pedirá cuentas de la tristeza inútilmente vertida en este mundo, cuando evitamos la sonrisa que nos ofrecía Jesucristo.