Reflexión en torno a las lecturas de la Vigilia Pascual.
Lc 24,1-12: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”.
Tres segundos, sólo tres segundos para anunciar el gran acontecimiento: “Jesucristo ha resucitado de entre los muertos”.
Acabaron los tres segundos, pero, como la muerte nos ha obligado a tanto silencio, aún sigue apeteciendo el anuncio. Pido ahora diez, no, quince, mejor quince segundos para decir que “Aquél que había engullido el Calvario y había sido arrojado a un sepulcro para el olvido; aquella Vida que suscitaba vida y fue asesinada, aquel Amor que brincaba las barreras del odio para amar, que fue apagado a ráfagas de envidia... ha sido devuelto a la Vida por el Padre”...
Se ha dicho todo y no ha sido dicho nada. Aumentemos en medio minuto, treinta segundos más para exclamar que “el Hijo del Padre eterno, por el que existe todo lo creado, por el que fue llamado Abrahán a ser padre del Pueblo de Israel, por el que los israelitas fueron liberados de la esclavitud de Egipto por medio de Moisés; el Hijo de la Nueva Alianza anunciada por los profetas, luz que alumbra a los pueblos y Fuente que limpia los pecados, habiéndose hecho un hombre como nosotros, salvo en el pecado; habiendo aprendido, en el sufrimiento, a obedecer, dio la prueba de amor más grande entregando su vida a la muerte y una muerte de cruz, y el Padre lo resucitó al tercer día”.
Se han terminado los segundos, y todavía apenas hemos rozado el misterio. Tregua, tregua al tiempo. Paso a la Palabra, la que existía desde el principio en comunicación de amor con el Padre, la que enmudeció en la Cruz sin dejar de decir. Ya no sufrirá interrupción, no tendrá dominio por la muerte.
No podrán agotarse los segundos ni las horas ni los siglos para proclamar el acontecimiento, y poder hablar del encanto sencillo de una araña tejiendo su tela entre la hierba, y el relente cubriendo de gotas como perlas cada uno de sus hilos, o el afán de las golondrinas en sus nidos de adobe para darle de comer a sus crías, o la pureza del agua que cae de las nubes que estruja el cielo en gotas finísimas... Será todavía más deficiente el tiempo para la admiración ante el labrador que abre la tierra con el arado para que surja vida de cereal, o el albañil que coloca ladrillo sobre ladrillo y eleva casas llamadas a ser hogares y acoger la vida, o la costurera que, a puntadas de hilo, embellece el paño vacío con su arte...
Porque Cristo ha resucitado, ¿no vamos a encontrar encanto en cada una de las realidades que nos rodean? En la madre que pare y aprende el lenguaje del hijo, en el padre que acumula paciencia y quiere hacerse niño con los niños; en el amigo que dice “te quiero”, en el compañero que dice “te ayudo”; en la familia que canta a la vida en sus quehaceres cotidianos; en la rutina del convento tras la reja que se desenvuelve en amores al Resucitado; en el sacerdote que intenta a su modo, ser pregonero de la gran noticia.
Porque Cristo dijo a las mujeres: “No tengáis miedo”, (y el ángel: “no temáis”), ¿no habrá momento para decirle al enfermo: “habrá consuelo”; a los que ya ceden: “sed valientes”; a los que desesperan: “ánimo”; a los que sufren injusticia: “recibiréis justicia”; a los que piden venganza: “no añadáis mal”; a los que pecan: “convertíos y recibid el perdón de Dios”; a los que mueren: “Resucitaréis”?
Si Cristo ha resucitado, ¿no faltará tiempo para alegrarse con tanta alegría? ¿No pide esta noticia, tan necesitada de tiempo, eternidad...? Mientras esperamos el cielo eterno, el momento de nuestra resurrección, acojamos la gracia del Resucitado para vivir cada momento con expectativas de infinito, dejando que Dios comience ya a resucitarnos, aquello que inició en nuestro bautismo.