Gn 15,5-12.17-18: Abrán creyó al Señor, y se le contó en su haber.
Sal 26,1.7-8a.8b-9abc.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación.
Fp 3,17–4,1: Somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador.
Lc 9,28b-36: Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
El pastor vive en dependencia de la tierra y le preocupa todo aquello que afecte de una u otra manera al suelo que pisa. Donde está el interés más inmediato para su rebaño lo está también para él; habiendo pasto y agua y un clima propicio y seguridad para los animales hay prácticamente de todo. Pero de los pastores no sólo han salido realistas de lo cotidiano y luchadores persistentes contra las adversidades, también nos han proporcionado héroes y muchos poetas. A fuerza de tener que contender un día a día severo e implacable, en la incertidumbre de la intemperie y con una labor sin tregua, el pastor puede hacerse un hombre encallecido por fuera y por dentro, o de callo exterior pero mucha ternura interna. Entonces habría nacido el soñador. Esto no tiene por qué significar el parto de un iluso, aunque hay riesgo de ello, sino del converso a la esperanza.
Tuvo que sacar Dios afuera a Abrán para que mirase las estrellas de otro modo. Por mucho que eleven hacia lo alto los ojos buscando un pronóstico de lluvia o de viento o de nieve o helada con ello sigue uno preocupándose, no del cielo, sino de la tierra. Pero llegará el momento, si no llegó antes, en que el pan deje de ser la preocupación exclusiva y aparezcan otras cuestiones que, sin soltar el pan, indaguen sobre su origen o su finalidad. Entonces las estrellas comenzarán a observarse de otro modo, y, con las estrellas, también el pan y la tierra y los rebaños y uno mismo.
Un día y otro iba cerrándose la puerta de la esperanza del hijo para Abrán, hasta que la puerta, sencillamente, se disipó cuando ya no hubo motivos para esperar. No obstante, los mayores anhelos persisten en lo latente con aquello de lo que pudo ser y no fue, que no apaga por completo cierto sueño del “y si fuese…” Las estrellas ponen algo de luz animosa en la oscuridad nocturna, pero su logro fundamental es provocar esa luz en el interior humano. Esta “provocación” prenderá si sigue manteniéndose un resquicio de expectativa hacia lo inesperado. Las estrellas tienen capacidad para evocar solo lo que no se durmió perpetuamente, porque invitan a la luz y a la altura.
Era bueno alzarse a un lugar elevado para separarse un tanto de lo cotidiano. Dios es amigo de las alturas en la medida en que le ayuden al hombre a elevarse. Es como un último estirón voluntario, que pide el recuerdo del camino ascendente, para renunciar al asentamiento acomodado. Unos pasos hacia arriba obligan al esfuerzo de buscar cierto crecimiento. Un día se parece a otro casi con exactitud de gemelos, es así, lo que no obliga a tener que vivir cada jornada con repetición absoluta, ajeno a la novedad que supone todo estreno, y cada mañana se estrena día.
El día en que Jesús se llevó consigo a los tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago, a una montaña elevada y se transfiguró, fue ciertamente un día distinto y en algo tuvo que alterar el resto de los días. Interesa recordar que el acontecimiento sucede mientras Jesús oraba, pues la oración es el momento privilegiado donde se alcanza a contemplar la realidad de otro modo, aproximándonos al modo de Dios. No solo subir, sino hacerlo con un cometido: el acercamiento a la realidad con mayor profundidad. Moisés y Elías, representando la tradición bíblica: la Ley y los Profetas, dialogan con Jesús. La Palabra hecha carne conversa con dos portadores acreditados de sí mismo por sus palabras y sus hechos. Este último profeta, el hijo de María de Nazaret, llevaría a la cumbre toda palabra anterior. A fin de cuentas la palabra es comunicación de la realidad; la Palabra hecha carne comunica la mayor realidad, la única de la cual procede todo, el amor misericordioso de Dios Padre.
Los discípulos necesitan despertarse del sopor para ver la gloria de Dios en su Hijo. No volverán a encontrarla hasta la Resurrección y, desde aquel momento, ya siempre. La transfiguración de Jesús anticipa la gloria del resucitado. El camino, entonces, se vive de otra manera, con certeza en la esperanza de la Resurrección. El descenso devolvió a los discípulos al sopor con la realidad, y la pasión de Jesús los aletargó soberanamente. Solo el encuentro con Cristo resucitado les hizo ver con claridad contemplativa: la realidad no está abocada al fracaso ni a la muerte, ni a una rutina cerrada, sino a la victoria de la vida eterna, a la resurrección, a la novedad que imprime cada nueva oportunidad abierta con el amanecer diario.
No se agota el empeño por encontrar en Jesús un maestro ético, un líder fundante, un vitalista con escuela. Mira y mira, pero si no esperas hallar más que a un buen hombre, una gran persona, un ejemplo a seguir, toparás pronto con el límite de lo que puede aportar el Nazareno. Mira de nuevo y espera algo más. Si no ha quedado trabado tu ánimo de sorpresa, escucharás en él un bullicio diferente que te hace vibrar en tu interior, como solo puede hacerlo un dios. Y mira ahora tu realidad, ¿no aparece con retazos de transfiguración? El calibre de nuestra esperanza, que solo puede tener un fundamento radical en la resurrección de Cristo, tiene su medida en el modo como vivimos este día a día tan de rutina y tan cargado de sorpresas, para quien aún se deja sorprender, porque por Él pasa Cristo invitándonos a ascender a cierta altura y transfigurando la realidad con Él. ¿No son estos momentos ya retoños de vida eterna?