Is 40,1-5.9-11: Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos.
Sal 103,1-4.24-30: Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío qué grande eres!
Tito 2,11-14;3,4-7: Nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu.
Lc 3,15-16.21-22: Mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu santo sobre Él en forma de paloma.
El adulto no abandonó los principios del niño; construyó sobre ellos con la adaptación debida a las nuevas circunstancias. Los nuevos desafíos en su crecimiento le han ayudado a dar nuevas repuestas desde los fundamentos adquiridos, donde ya no es la fuerza protectora de los mayores la que consigue para ti, sino las tuyas propias. El proceso de aprendizaje tuvo éxito si ayudó a forjar a una persona autónoma, capaz de llevar a cabo su responsabilidad con el ejercicio de sus capacidades. Esta nueva actividad adulta verifica su madurez básicamente en dos elementos: que dispone de sus posibilidades, pero no en solitario ni prescindiendo de la ayuda de los demás y que dispone no para su exclusivo beneficio, sino que ha de tener una importante repercusión social. Se trata en el fondo de reconocer y vivir permanentemente como hijo y, desde ahí, como hermano. Aquí está la clave del ser cristiano. El peligro acecha en dos frentes: eludir las responsabilidades personales o querer asumirlas todas incluso las de los demás.
Este proceso no le fue ajeno al Hijo de Dios. Mientras estuvo en Belén, en Nazaret, en el entorno familiar se dejó hacer e hizo en la medida que pudo. Todo ello no deja de sonar a la vida familiar trinitaria, donde el Padre desde siempre ofrece amor al Hijo y el Hijo recibe con gozo y devuelve al Padre a su modo, al modo de Hijo. La novedad está en hacerlo al modo de Hijo humanado. No puede recibir lo mismo el lactante que el jovencito, pues sus capacidades para recibir son diferentes, acordes con su edad. El Niño de Nazaret recibió todo lo que pudo conforme a su niñez y dio todo también cuanto pudo. La carne humana se abre al Espíritu de Dios paulatinamente y no por obstinación, sino porque está sujeta al ritmo del proceso, al tiempo. Hoy se aprenden las vocales, luego las consonantes, más tarde llegarán las sílabas, después las palabras y se culminará con la frase. Las vocales de ayer son la posibilidad de los discursos de hoy. Ayer fue lo del Niño nacido en Belén y adorado por pastores y magos de Oriente; hoy es recibir en el agua del Jordán aquel Espíritu, en el que vivía el Verbo de Dios desde siempre, pero que recibió de modo especial cuando se hizo Niño. Ahora adulto lo recibe de una manera singular capacitándolo para la misión. La Epifanía, la manifestación del Hijo de Dios nacido para todos los pueblos, llega hoy, como elemento de un mismo misterio, con el envío del Espíritu sobre él. Y culminará cuando el mismo Espíritu lo resucite y descienda sobre la comunidad cristiana reunida en Pentecostés.
El anuncio esperanzador en las palabras de Isaías (40,1-5.9-11) en la primera lectura recuerda al tiempo del adviento como con el propósito de que no olvidemos la perspectiva d fondo: la espera de Jesucristo en su segunda venida. Mientras somos nosotros los que anunciamos que ha de venir, pero que ya ha venido, Dios y humano: “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para los hombres” en palabras de san Pablo (Ti 2,11) y testigos de esto somos nosotros con nuestras vidas. Como actuó el Espíritu Santo en Él, así también actúa en nosotros, recibiéndolo conforme a nuestra “edad”, condición y preparación. Es importante el detalle de san Lucas cuando dice: “mientras oraba”. Éste es el momento del descenso del Espíritu sobre Jesús, mientras oraba, mientras estaba en diálogo con el Padre.
Este día está muy unido al bautismo y al sacramento de la confirmación; es una introducción a la Pascua del Señor donde la acción del Espíritu es crucial para su misión que será encumbrada en la cruz y el sepulcro vacío. En el Niño de Belén latía el Cristo del bautismo y de la resurrección y en el bautizado en el Jordán están los otros dos. Nos detenemos en un punto de la vida del Señor para contemplarlo todo Él, no a saltos, sino como quien se detiene en cierto lugar de la plaza para observarla toda desde un ámbito concreto. Así miramos también nuestras vidas, sabiéndonos “hijos” del Padre, “hermanos” de Cristo, “templos” del Espíritu, y eso en este momento concreto de mi vida, donde reconozco en mí la acción vigorosa del mismo Espíritu que hizo crecer el Niño de Belén y descendió sobre Él en el Jordán.