
Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
Ap 7, 2-4. 9-14: la alabanza y la gloria son de nuestro Dios.
Sal 23: Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor.
1Jn 3, 1-3: El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él.
Mt 5, 1-12a: Vuestra recompensa será grande en el cielo.
Al libro del Apocalipsis no hay que acercarse como el final, no como un término abrupto, sino como una meta esperanzadora para aquellos que quieren compartir su existencia con Dios, es decir, los santos. Están caracterizados por un sello, que puede entenderse como el signo de la cruz (con el que nos signaron en el bautismo) y que configura la mente y el corazón desde el amor de un Dios sacrificado para la salvación que mueve a amarlo a Él y todos desde esa generosidad que une a la misma vida divina. Así, la condición cristiana está marcada por la batalla, que se libra fundamentalmente en el interior, pero también por fuera. Para la victoria hay que dejarse vencer primero, dejarse vencer por Dios, que ha de triunfar en nuestro corazón y quitarnos miedos e infundirnos valor ante las hostilidades externas. La blancura de las vestiduras de los santos procede de la sangre de Cristo donde fueron lavadas. El sacrificio de Cristo es lo que lleva a la pureza y no se puede participar en ello sino desde el mismo amor. Por una parte, la victoria es un regalo divino, por otra, quien quiera participar de ella, ha de ser combatiente en las tropas del Señor, cuyo emblema es la cruz, el amor misericordioso que supera los límites de lo humano. La Primera carta de san Juan no habla de otra cosa: hemos sido creados para la semejanza divina, para participar de la vida trinitaria, del amor eterno de Dios y, así, verlo, en el Hijo, cara a cara.
El Maestro lleva esta certeza en sus palabras hacia realidades concretas que podrían hacer vibrar internamente a su auditorio. ¿Vincularían de modo inmediato cada bienaventuranza a situaciones conocidas? Tal vez, ofrece sentencias para la reflexión detenida posterior. Es necesario hacerse preguntas: ¿quiénes son y a quién se refiere con esos pobres de espíritu, mansos, los que lloran…? ¿Hacia dónde apunta? La felicidad llegará para los que participen del amor de Dios, las víctimas de la injusticia (del desamor humano), los que luchan por el triunfo de la verdad y la belleza, los que trabajan por el Reino de los cielos. El premio: la felicidad, la beatitud, participar de la santidad divina. No se trataría tanto de una vida moral acorde al Evangelio de Cristo, aunque asume esto, sino la belleza de la transformación hacia Dios de uno mismo y sus circunstancias, sin que la maldad dañina arrebate nada de divino de quien ha sido cautivado por el Señor. El Apocalipsis pronuncia, a su modo, el apocalíptico, a modo de imágenes, visiones, batalla entre Dios y Satanás…, las bienaventuranzas. Aquellos que vencieron, y que están de la parte del Cordero, son los benditos que supieron y quisieron vivir en el Señor, prefiriendo la felicidad del amor, a los sucedáneos mentirosos que alejaban de la verdad.