Jr 1,4-5.17-19: Desde ahora te convierto en plaza fuerte.
Sal 70,1-2.3-4a.5-6ab.15ab.17: Mi boca contará tu salvación, Señor.
1Co 12,31–13,13: La más grande es el amor.
Lc 4,21-30: Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
Ciertas palabras no dejan indiferente al auditorio para bueno o para malo; por las palabras en sí o por quien las dice. Aquello que se lanza desde dentro es captado de modo diversos por los diversos oídos y provoca también reacciones dispares. Las lecturas de este domingo nos hablan de unos habladores particulares, cuyas palabras para nada dejaban en la indiferencia. Eran los profetas.
El oficio de profeta (el de verdad) venía propuesto desde arriba. El que quisiera acoger la propuesta tenía que estar dispuesto a obedecer a Dios y sufrir consecuencias de profeta. Aceptado el trabajo, podría comenzar con un análisis profético de la realidad sereno, profundo, audaz, crítico. Para hacerlo al modo de los profetas, no podría emprenderlo bien sino cogido de la mano de Dios. Luego no podía callarse, ni arrugarse, ni hacer de profeta solo a medias. Pero que sepa que le llegarán respuestas no del todo con caricias, a veces de fuera, otras, las más desconcertantes, desde dentro. Cuánto puede remover con el ejercicio de la palabra, sin hacer otra cosa más que hablar (y callar) cuando deba, para que otros escuchen y actúen.
Para la gloria muchos se apuntan y es curioso que tampoco falten voluntarios para la derrota perpetua. Muy pocos son los que piden ser alistados para Dios. Comienza Él con la llamada y apenas obtiene respuestas favorables; con lo que ya parte con una proyecto con grandes dosis de fracaso inicial. Entre los que acogen el compromiso, una buena parte trabajará a borbotones: a veces profetas de Dios otras veces de sí mismos. De los incondicionales encontraremos pocos, por eso hay que cuidarlos como un tesoro. Uno de ellos, Jeremías, profeta antes de la destrucción de Jerusalén, nos relata su propia elección, y en ella aparece el pertrecho que le proporciona Dios para su tarea. Lo describe con términos castrenses: plaza fuerte, muralla de bronce, elementos eficaces para la defensa; columna de hierro, fundamento que sujeción que difícilmente será abatido, y utiliza el verbo luchar, no vencer (no te podrán) y de librar. El profeta es ante todo un baluarte de defensa fortificado por Dios y lo que custodia es la verdad y la justicia divinas en la medida en que se encuentran amenazadas.
Nos topamos con los primeros profetas y sus profecías en el mismo momento en que supimos discernir entre lo bueno y lo malo. Ellos ya estaban allí advirtiéndonos sobre lo cotidiano: “cuidado con eso…; no salgas así a la calle…; átate los cordones; abrígate…; aquí a las nueve…; a ver con quién te juntas… Con una preocupación materna y paterna por nuestro bien. Incordiando por amor. Pero no han sido los únicos. Los recursos empleados por Dios con el fin de nuestro éxito son innumerables. No ha cesado la profecía, ni cesará hasta la victoria del amor de Dios en nosotros.
Ese amor es el sentido del oficio del profeta. Han de proteger la predilección de Dios por nosotros y el ejercicio de sus consecuencias en las relaciones con los demás. El amor a Dios y al prójimo, en definitiva. “Ya podría yo…” expresa san Pablo, otro profeta; el progreso, el poder de verdad, se manifiesta en el amor. ¿Hemos realmente progresado? El criterio del amor facilita cotejar la eficacia de la Palabra de Dios. No todo avance en cierto ámbito supone un crecimiento humano. Los avances en conocimientos, poder, interrelaciones… pueden emplearse para algo contrario a la fraternidad.
El gran Maestro de profetas es Jesús. Su aparición en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, es inquietante. Tras las miradas de aprobación por sus paisanos hacia Él, comienzan a hacerse preguntas sobre Jesús, como quitándole importancia por ser tan próximo y conocer a su familia. La respuesta del Maestro es en cierto modo provocadora. Tenía otras muchas posibilidades para haber evitado el enfado de sus vecinos. Un primer trabajo de profeta que prologa lo que será su vida pública hasta su muerte en la cruz, final de profeta para quien profetizó desde el principio. Su palabra, y Él mismo es la Palabra, no causó indiferencia, como tampoco hoy. Ha de ser atizada, como unas ascuas, por los profetas contemporáneos que somos los cristianos también para provocar y avivar la presencia de Dios entre nosotros. Expresan en sus palabras la Palabra de Dios.
Que siga enviándonos Dios quien nos incordie con su Palabra para que no nos olvidemos de Dios ni de lo que implica conocerlo y amarlo, que nos llevará a no olvidarnos del prójimo y no nos olvidemos de que es nuestro hermano a quien tenemos que proteger y cuidar. Que nos ayude el profeta a alegrarnos de lo que Dios se alegra y entristecernos por aquello por lo que el Altísimo llora.