Sof 3,14-18a: El Señor te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo.
Is 12,2-6: Gritad jubilosos: “Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”.
Fp 4,4-7: Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos.
Lc 3,10-18: «¿Entonces, qué debemos hacer?»
Algo había que decirles a los judíos. El pueblo de Judá cuyo corazón se encontraba en Jerusalén capital del Reino y recinto del templo se había destemplado en su fidelidad a Dios. Vivía en cierto sincretismo religioso con un culto a diversos dioses, la despreocupación por lo religioso más allá de este culto dispar había multiplicado las injusticias, acrecentado el materialismo, las autoridades abusaban de su poder y abundaban las agresiones contra el pueblo de Dios por parte de potencias extranjeras. Dios les habló por boca de Sofonías, su profeta, discípulo de Isaías. Y Dios hizo también por medio de Josías, uno de los mejores reyes del reino de Judá que inició una profunda reforma política y religiosa.
Entre otras cosas que Dios les dijo por Sofonías se encuentra esta exhortación a la alegría. Habían de recuperar su regocijo, porque Dios reina en medio de ellos y dispersa todo aquello que les puede hacer incurrir en tristeza. Él trae suficientes razones para la alegría, porque ama a Israel y se alegra y goza con su pueblo. Esta reprensión consistía en mostrar que Dios ofrece aquello por lo que merece alegrarse, mientras que lo prometido por otras actitudes ante la vida, eximiendo al único Dios, no acarrean más que vacuidades y amargura: realmente no causan alegría.
Examinando las causas más habituales para la alegría de mayor entidad, se podría decir que tiene que ver con las relaciones con los demás. Expresado en negativo: el niño lo pasa mal cuando se ve solo y sin sus padres, el adolescente cuando se le priva de los cauces para la comunicación con sus iguales, el adulto derrama las lágrimas más sentidas cuando fallece la persona amada o cuando vive olvidado y obviado por su entorno. Son las otras personas las presencias necesarias para una vida de alegría, alguien que nos acoja, para quien somos importantes y que cuenta con nosotros. La alegría a la que se nos llama en este domingo tiene que ver con las relaciones entre personas.
Aunque ninguna relación humana puede resolver por completo los motivos para la alegría, esta sigue siendo cuestión de relación. Sofonías anunciaba al Señor como nuevo rey que superaría a los demás en gobierno para el bien de los súbditos. Sostenía la esperanza y la alegría del pueblo en la presencia de su Dios en medio de ellos. La relación con Dios, por tanto, es la que consigue esa alegría consistente e imperecedera. Los cristianos de Filipo se ven abordados por san Pablo en este sentido, pidiéndoles que estén alegres por el Señor, que está cerca. Su alegría ha de ser contagio de alegría para los otros. Es el mismo Jesucristo al que anuncia Juan el Bautista. Los que se acercan a él para pedirle consejo se encuentran con una respuesta que atañe a las relaciones sociales y miran a una actitud de respeto, cuidado y generosidad hacia los demás. Primeramente de forma general, luego por parte de dos grupos de profesionales: publicanos y soldados, oficios que atañían a dos ámbitos donde era fácil la desconsideración hacia el otro: en el cobro indebido y en el abuso de poder. Juan no les pide radicalidad, sino un cumplimiento honesto de sus obligaciones, que podríamos decir que hay que entender como servicio. Y termina anunciando a uno más fuerte que él, que viene con un bautismo de Espíritu Santo y fuego, al mismo Señor Jesucristo, que exigirá el fruto debido y desdeñará la paja inservible que se lleva el viento a poco que sople. De Él viene toda posibilidad de alegría real y presente; también la plena futura cuando vuelva. Toda alegría y tristeza ha de integrase dentro de la estructura fundamental de alegría por la venida del Salvador, que ha visitado, redimido y salvado a su pueblo. Tal vez no muy distantes de la situación de fondo que vivió el pueblo judío en tiempos de Sofonías, seguimos empecinados en sostener lo que no trae la verdadera alegría y Dios sigue llamando a la conversión a alegrarnos en Él con gozo inefable, de calidad acreditada por tantos santos en tantas épocas.