Ba 5,1-9: Vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te concede.
Sal 125: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Fp 1,4-11: el que ha inaugurado entre vosotros esta buena la obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús.
Lc 3,1-6: Toda carne verá la salvación de Dios.
Antes de él ya estaba el desierto y su silencio. No invitaba mucho a la hospitalidad, aunque tampoco rechazaba a quien se acercase a él para morada; eso sí, tendría que hacerse a sus condiciones (temperaturas extremas, escasez de agua, limitación de vida, austeridad absoluta…). Llegó Juan con propósito de hogar. No era el único; otros más habían salido de las ciudades hacia el desierto buscando soledad, paz y un ámbito donde poder vivir a su modo sin distracciones. El modo solía ser de radicalidad. El silencio del desierto de Judea tuvo que acostumbrarse a voces nuevas, aunque no desentonaban en el entorno. También la sequedad suprema viene a ser despejada por una hilera de agua que atraviesa el terreno de norte a sur. El Jordán alivia la rigidez de aquel yermo y provoca vegetación en una y otro orilla, pero no más.
El desierto ofrece más de lo que aparenta. Seduce quizás a quienes se sienten un poco desierto. Sus restricciones son tan contundentes que no se plantea la negociación: si lo quieres debes asumirlo con sus condiciones y fronteras. Tan radical que espanta a los muchos; pero siempre existirán los pocos a quienes les haga reflexionar e incluso provoque su transformación. Juan el desértico que había sacado provecho a la tierra inhóspita, aprovechó el agua del Jordán para hablar de esperanza y preparar al Esperado. Todo ello en el silencio del desierto, al que él puso voz, mientras anunciaba la llegada de la Palabra.
También el silencio puede ser cómplice de la mentira. A la conciencia se le puede comprar con silencio, y a la memoria. Ambas caminan de la mano y se ayudan y se necesitan. La memoria aporta el contenido, la conciencia permite valorar e interpretar. El desierto facilita hacer memoria, valorar, interpretar… mientras haya alguna voz que oriente. Algunos judíos hollaron el desierto buscando, porque había uno que lo habitaba con sentido.
Coincidieron Juan el Bautista y los paisanos que lo querían escuchar. Una valoración adecuada del bien y del mal, precisa de una jerarquía adecuada de valores. El bagaje religioso y cultural del pueblo de Israel sostenía estos valores de los cuales tomaban los hombres que querían vivir conforme a la ley de Dios. Y esto exigía una revisión frecuente. Era lo que ofrecía Juan: preocuparse por revisar. Pecado y perdón, dos conceptos necesarios en la relación de Dios con el hombre. Al pecado le antecedió una ley, fruto de la alianza del Altísimo con su Pueblo. Al pecado le sobrevino la posibilidad de su perdón, fruto de la fidelidad de Dios a esa misma alianza. Dios como precursor y sucesor. La palabra del Bautista no tocó a Pilato ni a Filipo ni a Herodes ni a Lisanio todos gobernantes de mucho, ni a la mayoría de sus contemporáneos, súbditos o jefes. Pero compartieron tiempo y lugar. Unos rehuyeron el desierto y otros acudieron a él buscando algo importante. Pero no encontraron respuesta, sino apetito, hambre de Dios e interés porque la carne propia esté capacitada para el encuentro con Él. El Bautista es anunció y les encaminó hacia la Palabra que había de venir, que ya estaba viniendo y que iba a pronunciar al mismo Dios.
No vendrá mal un poco de desierto de Adviento para encontrarnos con algún Bautista y el agua esperanzadora del Jordán. Y tampoco estará mal vernos tan despojados de lo cotidiano que busquemos con mayor ahínco algo excepcional aportador de sentido de lo que somos, de nuestra vida cristiana y que nos revele el apetito de Dios solo satisfecho en su Palabra hecha carne.