Dt 4, 32-34. 39-40: Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios.
Sal 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad
Rm 8,14-17: somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos
Mt 28, 16-20: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Es una cuestión de orden. Las prioridades las llevamos desde el principio con nosotros como un movimiento de perentoria protección de nuestra vida: de modo inconsciente priorizamos lo que nos hace vivir y lo que nos hace vivir mejor. Pero, cuando la consciencia madura nuestra libertad, podemos decidir aquello que ponemos en primer lugar en orden a algo superior a la supervivencia: la felicidad. La necesidad del sueño nocturno puede venir retardada con una preferencia por la vigilia con motivaciones dispares: se evita el sueño para la fiesta, o el acompañamiento de un enfermo. La privación de alimentos puede venir determinada por una protesta ante la distribución injusta de los bienes de la tierra o por una cuestión estética. Si priorizamos es con determinado fin.
El decálogo ofrece en el primero de los mandamientos una prioridad incuestionable desde la cual ordenar todo el conjunto de principios y actividades: amar a Dios sobre todas las cosas. Este precepto es una invitación a una vida ordenada, donde el eje se sitúa en el amor a Dios. La amenaza de desorden que abocaría al pecado es el intento de colocar cualquier otro amor por encima de este. Este amor exige, por tanto, prioridad, y esto implica interés, búsqueda, incondicionalidad, entrega, donación, sacrificio… Lo que no puede hacerse realidad sin la experiencia de que Dios está realmente operando en mi vida con ese propósito de la promoción humana al más alto nivel, hasta que la tierra que somos se transfigure gloriosa empapada de divinidad. Amar también es conocer y el conocimiento pide una actitud de apertura o capacidad para la sorpresa donde Dios, el incomprensible, el inabarcable, el misterioso se va mostrando con más anchura, altura y profundidad al espacio que le dejamos en nuestro entendimiento. Nos molesta para dejarle ampliar el terreno reservado para sí y permitirle que sea Él el que diga y haga mientras nosotros nos preparamos a una contemplación gozosa y agradecida.
Si lo hemos conocido más en sus entrañas es porque Él nos ha dicho de sí. Dijo a los israelitas en sus cosas, en su historia, en sus preocupaciones y ellos se maravillaron de tener un Dios como no lo tenía ningún otro pueblo, tan cercano, tan eficaz. Dijo mucho más el Hijo encarnado y nos mostró a Dios como Padre y se reveló a sí como Hijo y nos prometió el Espíritu Santo. En Él hemos sido bautizados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En su nombre iniciamos toda celebración cristiana y recibimos el perdón de nuestros pecados. Y ese nombre, pronunciado tantas veces sin suficiente conciencia, encierra el mayor misterio al cual no nos asomaremos con la necesaria reverencia si no es reconociendo sus huellas en nuestra vida: de un Padre que tiene la iniciativa de crearnos amándonos para que formemos parte perenne de la vida divina; de un Hijo, obediente al Padre, que muestra quién es Él y por amor a Él se ha hecho humano y ha entregado su vida en una cruz y ha sido glorificado, y en el que fuimos configurados y seremos plenificados; de un Espíritu Santo cuya presencia renueva, restaura, rejuvenece, robustece… que nos capacita para reconocer al Padre y al Hijo y a vivir y trabajar la fraternidad humana como miembros de un hogar común que es la Iglesia. Contemplando cómo se aman el Padre y el Hijo en la unidad del Espíritu Santo llenamos el corazón de motivos para que no exista otro ordenamiento en nosotros que la alabanza divina y no priorizar nada sobre Él.
A esto nos enseñan nuestras hermanas y hermanos que se han comprado un terreno para dejarlo diáfano y evitar toda hierba inoportuna y toda construcción innecesaria para que sea Dios el que construya a su modo allí. El precio es la entrega de su vida. Dios mismo va ampliando el terreno para ocuparlo todo y no solo ser la prioridad, sino Aquel que habita en toda estancia de nuestro ser para que lo humano rezume lo divino, la justicia y la paz de lo alto supure de la carne humana unida a la Trinidad para gloria de Dios.