Hch 2,1-11: “Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”.
Sal 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
1Co 12,3-7.12-13: Nadie puede decir: “Jesús es Señor” si no es bajo la acción del Espíritu Santo.
Jn 20,19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.
Hemos aprendido a esperar tres días desde la muerte del Maestro para que nos sorprendiera resucitado de entre los muertos. Lo anunció y cumplió su profecía. Luego contamos otros cuarenta días, apareciéndose a sus discípulos glorioso, dándoles instrucciones con la promesa de enviarles su Espíritu. Nos hemos dejado enseñar sobre la carne eternizada del Hijo, de la que nosotros, hijos, un día participaremos. Diez días más tarde, a los cincuenta de su resurrección, se hizo patente el envío del Espíritu Santo, llevó a cabo su promesa. Y, desde entonces, ya solo es tiempo para contar las maravillas del Señor con cuentas de eternidad allí donde se le deja actuar a su Espíritu, que hace fecundo cuanto empapa. Es decir, Dios se ha dado todo, conforme a la capacidad humana, acrecentada prodigiosamente en Jesucristo, que nos ha hecho hábiles para la herencia celeste y desde entonces es momento de heredar. Solo podremos recibir la herencia por el Espíritu de Dios enviado sobre nosotros, por el que se abren los poros humanos a recibir los regalos divinos.
Aquí estamos los herederos de la misericordia divina y queremos lo nuestro, lo prometido por el Padre que nos comunicó su Hijo. No nos conformaremos con menos; por justicia, por la justicia del Hijo encarnado, sacrificado en la cruz y resucitado. No vamos a poner más empeño que en pedir lo que nos corresponde: el don de sabiduría, para asomarnos a las entrañas divinas y asombrarnos de su proyecto de amor para el mundo; el don de inteligencia, que nos haga gustar la riqueza de la fe con mayor acogida y sentimiento; el don de consejo, para discernir la voluntad de Dios y escogerla; el don de fortaleza, que nos robustece al modo de Cristo y hace nuestra debilidad poderosa; el donde ciencia, para descubrir las manos de Dios en su creación y amarlo a Él en todas las cosas; el don de piedad, que nos hace sensibles a la belleza divina y nos dispone a alabarlo y adorarlo; el don del temor de Dios, con el que no esperaremos otra cosa que el encuentro con el Señor, sirviéndolo en todo, y el rechazo del pecado.
Hemos de aprender a aprovechar tantos dones para pronunciar el nombre de Jesucristo como nuestro Dios y Señor; para dar gracias sin descanso a Dios nuestro Padre; para el trabajo para el Reino de los cielos como servidores de todos; a la unidad, en la pluralidad de carismas, ministerios y bellezas humanas, como Dios es uno en la diversidad de personas divinas. Hemos de ponernos a trabajar para que todos los ámbitos de la labor humana, y sus descansos, estén abiertos a la presencia de Dios y Él los santifique. Hemos de estar dispuestos al trabajo constante para que este mundo sea transfigurado por el Espíritu Santo y adquiera su condición gloriosa para el que fue creado.
Que el Espíritu Santo ponga todo, y nosotros, alegres, pongamos el resto: sencillamente apertura para dejarnos empapar por su presencia y que Dios nos moldee.