Hch 9,26-31: La Iglesia se multiplicaba animada por el Espíritu Santo.
Sal 21,26b-27.28.30.31-32: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea
1Jn 3, 18-24: Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó.
Jn 15, 1-8: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.
Los clavos ardiendo no ofrecen precisamente caricia a la mano que se agarra a él, pero, cuando se tiene necesidad de una sujeción, vale hasta el hierro incandescente con tal de que esté bien clavado en alguna pared, a donde asirnos para no caernos.
La vid a la que están sujetos los sarmientos es pronunciada por el Señor como imagen que facilita la comprensión de la necesaria unión a Jesucristo para prosperar dando fruto. Un verbo repetido define esta posición: “permanecer”. El sarmiento se encuentra unido a la tierra mediante la cepa, y de ellas recibe el nutriente requerido para cumplir con su obligación, dar fruto. Pero, igualmente, le permite la suspensión sobre el terreno para llevar a cabo su tarea, aprovechando el viento que fecunde y el sol que madure. Su fruto tendrá también unión de lo terrestre, de donde llegó, y de divino, con poder para animar y celebrar la fiesta. Esta permanencia consiste en un ejercicio permanente y paulatino donde Dios no se ha convertido en un recurso para los momentos delicados donde se acentúa la necesidad de un amarradero, sino que su unión a Él se vive de modo constante y duradero, bien sujeto por un extremo a la vid, del que se sorbe toda la sustancia vital que da vida y puede seguir dando vida luego en el fruto. De esto depende todo triunfo del sarmiento. Y no hay mayor motivo para estar unido a la cepa que creer que ella, es decir, Jesucristo, es dador de vida y no se puede encontrar fuera de Él sino muerte y ausencia de fruto provechoso.
El Maestro se define como la “verdadera vid”, lo que indica que hay otras vides que no son verdaderas. Rastreando en retroceso el itinerario hasta llegar a dar el fruto o la falta de este, pasaremos por el sarmiento y la cepa hasta raíces, y, yendo más atrás en su historia, al joven broten y la pepita de la que surgió todo. Empezó con una pequeña semilla y termina también con semilla (corazón del fruto). Este recorrido nos servirá más si nos hacemos algunas preguntas: ¿Por qué el fruto bueno? ¿Por qué el malo? ¿Dónde se desmejoró? ¿De dónde le vino su enjundia? El fruto, que es el éxito de la vid, dice mucho sobre el sarmiento y la vid misma. El prodigio de la vida culmina en la capacidad para seguir dando vida, pero esta ya multiplicada en cantidad de simiente. Además genera dos modos de dar vida: como alimento, para sostener otras vidas nutriéndolas y como embrión de nueva vida. Para ambas labores el fruto tiene que exponerse a una destrucción. Deberá dejar de ser una entidad individual y reconocible, para pasar a ser un servidor de otros, si quiere que lo suyo sea provechoso. El fruto y su servicio, por tanto, acredita la calidad del sarmiento
Los frutos de Saulo, el ferviente judío, eran el cuajo de la fe de un pueblo en el Dios vivo, pero en ellos se descubrían también los agrazones de una intransigencia hacia los discípulos de Jesús Nazareno. Delataban un rastro de resistencia a Dios y una consideración religiosa cerrada a la novedad divina. Tras su conversión fructificó de otro modo, con fruto nuevo. Él mismo diría que todo lo consideraba basura en comparación con Jesucristo.
Y aquí tenemos nuestra tarea que no podemos descuidar: discernir qué tipo de fruto es el que damos; a qué cepa y de qué clase estamos unidos; en qué se podría mejorar el rendimiento de mis racimos. Cuál es, en definitiva, el amor y la pasión por el que estoy dispuesto a dejarme configurar y entregar mi vida, teniéndola bien sujeta a ello, y no solo a agarrarme cuando soy consciente de mi debilidad. Por mis frutos he de conocerme.