1Re 17,10-16: “No temas… La orza de harina no se vaciará…”
Sal 145, 7-10: Alaba, alma mía, al Señor.
Hb 9,24-28: Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.
Mc 12,38-44: “Esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Sin protección, sin recursos, sin esperanza de vida larga… la viudedad se vivía con múltiples rigores en la antigüedad. Esta precariedad podría llevar a pensar en una vida aferrada a la rapiña, el egoísmo y el rencor como un necesario modo supervivencia, pero, oh sorpresa, quien menos tenía quiso ofrecer su escasez a alguien a quien merecía la pena darle lo poco, al mismo Dios, cuando lo más fácil habría sido tributarle reproches.
A Dios se le puede reconocer en sus profetas. En un momento de sequía severa, un profeta, Elías, pasó por la casa de una viuda en Sarepta, Fenicia, un lugar no judío, donde no tendría por qué llegar la acción poderosa de Dios, y aquella mujer extranjera reconoció sin embargo que había llegado un enviado de Dios. No hubo entrevista, se fio por la esperanza que le trajo: “La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará…”. Le promete vida, cuando ella esperaba una muerte cercana. ¡Qué es un profeta, hombre de Dios, sino portador de esperanza con anuncio de vida! De no haber percibido que Elías venía de parte de Dios no le habría dado crédito; la confianza en sus palabras la mueven a entregarle todo lo que sostendría su vida y la de su hijo precariamente durante un día más, para luego morir. Entendió que Dios mismo la visitaba y, cumpliendo con el deber de la hospitalidad, le dio cuanto tenía para vivir. Ese encuentro con Dios por medio de su profeta se convirtió para ella y su hijo en motivo de salvación de la muerte.
Cuidado con qué manos y de quién contamos para poner nuestro dinero, nuestras vidas. ¿Cómo reconocer a la persona que viene con misión del cielo? Al hombre de Dios no se le distingue por su ropaje, sus alardes, sus títulos… sino porque predican esperanza. Los escribas que se tenían por gente de Dios implicaban su esfuerzo en aparentar ser personas de piedad, porque no lo eran. Su enorme preocupación para que los demás vieran qué decían y obraban de parte del Señor solo con signos externos, les impedía ser de Dios realmente en lo profundo. La calidad de la relación con Dios no la da un determinado tipo de vestimenta, ni el saludo especial, ni el puesto principal en los lugares de culto y celebración, ni si quiera los rezos prolongados. Quizás no hay como el pobre de verdad, el que tiene que ajustarse a lo absolutamente necesario y aprecia el valor de lo poco, para reconocer al hombre que es realmente de Dios. El que vive distraído en cosas superficiales, tasará la realidad también desde la superficie.
La segunda escena del evangelio, que parece que el evangelista une a la anterior sin transición, nos ubica en el templo, donde las miradas de Jesús y sus discípulos se fijan en las cantidades que depositan en el arca de las ofrendas los judíos que se acercan a la casa de Dios. No es difícil imaginar, como nos sucede con frecuencia a nosotros, que los ojos pronto se irían a estimar las hermosas cantidades dejadas por ciertos judíos ricos. La cantidad impresiona. Tal vez de ahí que Jesús les llame la atención a sus discípulos tras haber observado la ofrenda de la viuda pobre. Seguramente esas dos monedillas, que ni siquiera habían producido ruido al chocar con las otras monedas del interior, habrían pasado indiferente ante los ojos de sus compañeros. No parece atrevido decir que solo el pobre de Dios identifica a las personas que son de Dios y los gestos de verdadero amor a Dios. La pobre viuda echó y se marchó, sin escuchar las palabras de Jesús. ¿Qué motivación le valió para ese gesto tan generoso, cuando ni si quiera le llegó a los oídos la alabanza del Señor que observaba? Sencillamente le movió amor a Dios, de quien lo esperaría todo lo que pudiese darle, cuando ella le daba todo lo que ella podía. El amor de Dios basta, es más, es la mayor fuerza para entregarle hasta nuestra pobreza y la vergüenza de no poderle dar más.
La respuesta total viene en la carta a los Hebreos. El Padre de Jesucristo, Dios de Elías y de la viuda de Sarepta, amado por la pobre viuda del templo e ignorado por los escribas superficiales, ha ofrecido a su propio Hijo en muerte de cruz por nosotros, para perdonarnos los pecados y salvarnos. Dando Dios todo, incluso más de lo imaginable, ¿cómo vamos nosotros a ser tacaños con Él cuando ha ofrecido tanto y tanto nos ha prometido? Puede ser que necesitemos la humildad que da la pobreza de no apegarse férreamente a lo que tenemos como si en ello nos fuera la vida, porque estaremos renunciando a ser hombres de Dios que llevemos esperanza a nuestros lugares y despreciando la promesa de misericordia y Vida verdadera por la cual murió y resucitó Cristo. Si esperamos echar manos al monedero de nuestro corazón para entregarle a Dios una suma de dinero considerable, toparemos con la decepción de no hallar ahí más que un par de monedillas sin apenas valor, sin brillo. Pero cuánto le alegra a Dios que se las ofrezcamos y cuánta alegría nos debería producir a nosotros saber que, aunque pobres, somos riquísimo en el Señor.