Sb 2,12.17-20: Si el justo hijo de Dios, lo auxiliará.
Sal 53,3-8: El Señor sostiene mi vida.
St 3,16-4,3: Donde hay envidias y peleas, hay desorden y toda clase de males.
Mc 9,30-37: …Por el camino habían discutido quién era el más grande.
Resulta tan antipático el sufrimiento que no es escatima en recursos para alejarlo lo más posible de la vida. La tolerancia al dolor ha decrecido enormemente, pero los medios actuales posibilitan minimizar el sufrimiento físico y psicológico; el sacrificio y el esfuerzo serio no despiertan especial adhesión; la ascesis y la austeridad suenan a poco más que obsoleto y estéril. Y tal vez hoy día se sufre de manera exagerada, allí donde el sufrimiento se convierte en más nocivo, en aquel lugar que podemos llamar corazón o espíritu. La medicación psiquiátrica, tan abundante hoy en día, no resuelve el vacío interno, la sensación de fracaso, de sinsentido, la falta de esperanza…
Cristo ofrece una respuesta a esta desazón interna y dañina, invitando a un sentido de la existencia que parte del reconocimiento de un Dios Padre bueno y misericordioso que ama personalmente y pretende la felicidad eterna de sus hijos. El tacto divino llega a tocar en las sensibilidades más vulnerables y más dañadas sanando y dando lo necesario para una vida feliz. Este trato personal con un Dios Padre es original del cristianismo, donde no solo ha habido y hay Palabra, sino también carne, la carne de un Dios hecho como nosotros y necesitado en lo humano de encontrar sentido también en el Padre para su propia vida.
Lo precioso de esta historia topa con un acontecimiento asombroso y desconcertante, que puede poner en suspenso todo el mensaje de salvación: la pasión y la cruz del Hijo de Dios. La dulzura del mensaje evangélico parecía eximir de la aspereza de todo sufrimiento, salvo aquel mínimo indispensable requerido por el necesario crecimiento humano. Todavía es más inquietante constatar que la mayor cantidad de sufrimiento es producto de la acción humana. El hombre se hiere a sí mismo sin propósito de detenerse, lo cual hiere la sensibilidad y hasta dudar de la propia capacidad para el cambio. La contrariedad llega hasta la perplejidad al encontrarnos con el Hijo de Dios asesinado por el mismo hombre. El signo de la cruz identifica a los cristianos y en él se refleja lo irremediable de una situación que de un modo u otro toca a todos.
Uno y otro y otro y otro… discípulos de Jesús coincidía en el seguimiento de su Maestro. Las expectativas eran grandes pero en cierto punto diferían de las enseñanzas de su Señor. El momento crucial era el de la pasión y la cruz. La felicidad eterna exige un paso amargo por donde nadie quiere. El anuncio de la pasión que hace Jesús deja indiferente a sus discípulos. Es una forma de respuesta que solo esconde el problema. No entendieron y no quisieron entender. Les resultaba más cómo acudir a lo conocido, un tipo de gloria tangible a su alrededor con grandeza de poder. El poder parece disipar el miedo, pero en nada mitiga la soledad y el vacío interno. El Maestro responde a la actitud de los Doce sin reprender, pero corrige proponiendo una vida de servicio. La lección magistral definitiva se produjo en la Cruz.
La actitud humana invasiva, arrolladora, prepotente que tanto mal genera, suscita una solución de alianza con el poderoso para despejar el miedo. Como siempre, pensando humanamente, nos quedamos cortos. Cristo va más allá y propone la alianza con el verdaderamente poderoso, con Dios eterno, que es capaz de alumbrar las oscuridades más recónditas y desvanecer los miedos más feroces, como el del sufrimiento. En un mundo donde se sigue volcando tanto mal, el discípulo no pretende distanciarse del sufrimiento haciéndose ajeno a la realidad, tampoco se vincula al daño para cebarse con otros y escapar él, sino que lo asume desde la certeza de la ayuda de Dios. No pretende una ingenua extirpación de todo dolor de su vida, sino encontrar sentido profundo en un trance parecido, como experiencia humana, al de Jesucristo sufriente en la cruz. Allí donde hubo triunfo de resurrección provocará que aquí en mi ahora de dificultad exista una pequeña victoria de sentido de vida, donde se alcanza mucha luz venida de Dios.
La respuesta cristiana a la envidia, la injuria, el resentimiento, el egoísmo y toda otra acción humana dañina es la misericordia, que asume el sufrimiento para que Dios lo llene de sentido de servicio en el perdón. ¡Qué extraño es este camino hacia la felicidad eterna! Sin embargo, quien logra vivirlo ¡cuánta vida descubre donde parecía no haberla y cuánto bien lleva a su alrededor!