Dn 7,13-14: Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Sal 92: El Señor reina, vestido de majestad.
Ap 1,5-8: Jesucristo es el testigo fiel.
Jn 18,33b-37: Mi reino no es de este mundo.
El filósofo no desbarraba cuando a principios del siglo XX expresaba que España era una monarquía absoluta con tantos millones de monarcas como habitantes. Nuestra realidad confirma que la sentencia puede seguir sosteniéndose. Nos gusta darnos una vida de reyes porque, más allá de lujos, caprichos y extravagancias, nos gusta mandar, aunque solo sea sobre quien tenemos al lado. Es el perfil más compartido de un rey o gobernante análogo, que mande y, claro está, que se le obedezca, bien sea por la buena disposición del súbdito o por el miedo al poder de coacción cuando se infringe algún precepto.
La liturgia de esta solemnidad no gira en torno a la realeza y quienes la ostentan, sino en torno al Rey, el único, el realmente poderoso. El pasaje del evangelio nos lleva a los preámbulos de la pasión donde un hombre con todo el poder imperial de Roma sobre la región dialoga con quien tiene el poder de crear el universo. La desproporción es abismal y, sin embargo, las apariencias confunden, pues el romano parece el fuerte y Jesús, en el trance de mayor fragilidad, un pobre hombre expuesto a lo que quieran hacer con él; ciertamente débil.
Jesucristo reivindica su realeza, que ejerce sobre un reino que no es de este mundo, pero que debería serlo, pues es soberano de todo y todos. Tan soberano de su vida, que tiene la libertad para entregarse y morir en la cruz, y, de este modo, salvarnos. Pilato puede condenar a cualquier paisano de Palestina a la pena capital, aun al mismo Dios hecho carne; pero este Dios puede ofrecer la salvación a el que quiera salvarse. Poder para matar y poder para dar la vida eterna. Los principios de su reino: justicia, verdad, servicio, amor… son irradiados desde la luz de la cruz, del ofrecimiento de la propia vida para que todos participen de la misma realeza divina. Y a sus seguidores nos quiere reyes, copartícipes de la construcción de su Reino, efectivo en la medida en que no rehusamos nuestra responsabilidad cristiana. Esta soberanía para el servicio, para el amor, nos acerca a la libertad que tiene Cristo; solo el libre puede llegar a reinar, comenzando por su propia vida y terminando por el servicio a los demás. El maltratado y condenado tiene la victoria más absoluta, porque ama; quien ama se hace también triunfador, aunque lo pierda todo, y sea ante los demás despreciable. Cuanto más servidores, más reyes; cuanto más de Cristo, más dispuestos a ofrecer lo que tenemos y somos para gloria de Nuestro Señor.