Dn 12,1-3: Los que enseñaron a muchos la justicia brillarán por toda la eternidad.
Sal 15: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
Heb 10, 11-14. 18: Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados.
Marcos 13, 24-32: Mis palabra no pasarán.
El modo que tenemos de mirar el tiempo puede generarnos inquietud o causarnos calma. De ahí la importancia que le damos al futuro y el interés por anticipar lo que pueda suceder, que nos permitirá estar preparados para lo que venga, bien sea para sacar provecho bien para minimizar los daños. Mientras, experimentamos cómo va pasando el tiempo inevitablemente y condicionados por inercias y rutinas que, seguramente, no nos detenemos a revisar para discernir si realmente está siendo para nosotros tiempo de Dios, tiempo de gracia; es decir: un regalo.
Un modo bastante repetido que causa expectación e incluso adeptos es mostrarse como conocedor del futuro más o menos cercano. Las ideologías suelen apuntar hacia una deriva distópica, si no se llevan a cabo sus líneas de acción. El miedo se toma como aliado para ofrecer con más verosimilitud una garantía de mejora, incluso paradisíaca. Los programas políticos más exacerbados lo hacen. Como es común ese anhelo de seguridad y tranquilidad, resulta atractivo aferrarse a esa promesa de bienestar ofrecida y creer que realmente es el único modo de prosperidad o de evitar la catástrofe.
La Palabra de Dios nos lleva a contemplar la historia de otro modo mostrando que, incluso las realidades más aparentemente seguras, como el sol, la luna, los astros, por los que regimos precisamente nuestro tiempo, dejarán de lucir (por lo tanto, de permitirnos medir el tiempo a través de ellos) o, incluso, caerán. El cielo y la tierra, a pesar de parecer imperturbables y permanecer inmutables, tienen una consistencia relativa, de criatura; en cambio, lo que permanece siempre va trabajando de modo constante, aunque no se perciba, es la Palabra de Dios, Jesucristo hecho carne, muerto y resucitado, que nos habla de la misericordia del Padre en el Espíritu. Él es nuestra victoria y en Él encontramos nuestra seguridad, aunque el final de los tiempos se pinte de modo catastrófico, porque el Señor tiene poder sobre los elementos y los acontecimientos.
Lo que podemos esperar de la historia no es el conocimiento de lo que vaya a suceder, sino de lo que ya está sucediendo y cómo Dios va guiando hacia la Verdad y la justicia, pero debemos aprender a reconocer los signos, que suelen ser discretos y sutiles (frente a lo aparatoso y ruidoso de lo que parece prevalecer). Y nuestra historia está atravesada por el acontecimiento de Cristo muerto y resucitado. La misericordia y la justicia de Dios son los elementos que nos han de llevar a mirar el tiempo que vivimos de otro modo. Estos prevalecerán siempre y nos permiten iluminar la historia, que sostiene y conduce hacia su plenitud.
Cercanos al final del año litúrgico, la Palabra de Dios nos invita a dejarnos renovar por el Espíritu, que es quien, en la historia, va haciendo efectiva la acción de Dios. ¿Podrá haber renovación sin una lectura de la historia desde la paternidad de Dios y la fraternidad humana? ¿Y habrá fraternidad si no hay atención esmerada hacia los más necesitados? Esta jornada mundial de los pobres nos lo recuerda y aviva nuestra compromiso con la transformación del mundo conforme al corazón de Jesucristo.