Hch 2,1-11: Llenó toda la casa donde se encontraban sentados.
Sal 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
1Co 12,3b7.12-13: Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu.
Jn 20,19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.
Demasiado protagonismo le dieron al miedo. Y es que el miedo no viene solo: lo acompañan el desánimo, la inoperancia, la desesperanza… y puede invitar a otros amigos como el resentimiento, la envidia, el egoísmo y otras tantas malas compañías. Porque el miedo le hace oposición al Espíritu Santo que promueve en nosotros todo aquello que nos hace hijos libres, hijos de Dios, no sometidos a las fuerzas que quieren sujetarnos e impedir nuestro crecimiento en Cristo.
Tuvo que presentarte en medio de los discípulos uno que no tenía miedo, porque confiaba en el Padre. Confiaba hasta el punto de que no dudó que lo libraría de la muerte durante el suplicio de la Cruz. Así actuaba en Él el Espíritu, despejando miedos, iras, rencores, maledicencias. No hizo más que dejarle protagonismo para que actuase en su vida; se dejó hacer. Por eso el Padre lo resucitó, pudiendo así enviar su Espíritu a quien quisiese.
Quiso, en primer lugar, dárselo a sus amigos, que estaban en una estancia cerrada y con miedo, miedo al rechazo, al juicio o a la muerte que podían infringirles los judíos, como lo habían hecho con su Maestro. La muerte de Jesús había dejado en ellos un gran vacío. El hueco podía haber sido llenado de esperanza, pero dejaron que se anticipase el miedo y los paralizó, haciéndoles incapaces de ir más allá de la muerte. El Espíritu que Jesucristo les da, por medio del gesto del soplo hacia ellos (lo que recuerda al aliento de vida que Dios insufla en Adán cuando lo modeló del polvo de la tierra), los hace capaces de perdón, una de las manifestaciones más maravillosas del amor y de su libertad. Libres para amar incluso cuando no te hacen bien. De repente, con la irrupción del Señor, se disiparon las sombras y cobró protagonismo la luz, la alegría. Todo lo que el Maestro había sembrado en ellos en el tiempo que compartieron comenzó a germinar por la acción del Espíritu.
Ahora el protagonismo se lo dejó a ellos. Ya estaban cualificados para testimoniar que Jesucristo es Señor que salva. Una misma fe, manifestada, sin embargo, de modos múltiples, porque el Espíritu promueve la diversidad en Cristo. A través de la Palabra, la cotidianidad, el testimonio de vida, la liturgia, la música, las artes… todo canta las maravillas de Dios manifestadas en Cristo Jesús y fecundadas por el Espíritu. Ya no es solo que no haya miedo, sino que el discípulo vibra con una dicha desbordante y la lleva consigo para contagiar a otros.
El Espíritu nos hace coprotagonistas de la historia de la salvación, para lo cual nos hace valientes, generosos, sabios, inteligentes, piadosos, fuertes… resplandeciendo en nosotros la gloria de Dios en orden a que cada persona sea, en el Espíritu, protagonista libre de su propia vida.