Lv 13,1-2.44-46: Mientras dure la afección, seguirá impuro.
Sal 31: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.
1Co 10,31-11,1: Hacedlo todo para gloria de Dios.
Mc 1,40-45: “Si quieres, puedes limpiarme”.
Querría ofrecer un acercamiento a las lecturas de este domingo tomando como referencia la geometría, que nos habla de la situación de los cuerpos en el espacio.
El libro del Levítico apunta a dos espacios o esferas: la divina y la humana. La primera, en un nivel superior, muestra un interés sorprendente por la vida de los miembros del otro nivel, los hombres y el modo con que se acerca para protegerlos es su Palabra, la Ley, que busca el bien de todos. Sin embargo, aparecen realidades que generan conflicto dentro de la esfera humana, sujeta a cambios y alteraciones. Esto se agrava cuando se pone en peligro la vida de la comunidad, como en el caso de la aparición de enfermedades contagiosas, como la lepra, asociada a la visibilización de unas manchas en la piel. La ley de Dios interviene para segregar en un espacio apartado a los contagiosos, a los que llama “impuros”. La impureza expresa un desorden o alteración dentro de la armonía general, e irrumpe como desafinando. Es necesario apartarlo para evitar que quiebre la sinfonía. Los consagrados para el culto a Dios, los sacerdotes, eran los designados para declarar la pureza o impureza. Para una sociedad con recursos sanitarios tan limitados, era el único modo de evitar el contagio colectivo y, por tanto, una posible aniquilación de la comunidad. El impuro seguía siendo miembro de aquel grupo, pero apartado, alejado, y, si se diera el caso de su sanación, podría reintegrarse a la vida normalizado con los demás.
El Dios de Jesucristo, el mismo de los judíos del tiempo de Moisés, interviene con una alteración de los espacios. Primeramente Él, sin dejar la esfera divina, ha ocupado también la humana, hecho hombre con los hombres. La Palabra de Dios que antes era interpretada para evitar males peores, actúa ahora con un poder sanador. El enfermo de lepra rebasa los límites de su espacio, que la declaración de impuro le imponía, para acercase a un sano. Va en contra de la Ley, pero, al mismo tiempo, va al encuentro de la Ley nueva, que es Cristo. Y Jesucristo traspasa también las fronteras de su esfera, que le impedían acercarse a un impuro y, con un gesto que, visiblemente, es una declaración de intenciones, toca al enfermo, toca la impureza. Dios no solo visita a su pueblo para evitarle peligros, cura al excluido con una Ley nueva. También con un diálogo, una relación interpersonal donde el hombre, reconociendo su precariedad, pide y Dios concede. Como antes, los sacerdotes siguen siendo los declarantes de la pureza e impureza, y Jesús no quiere prescindir del protocolo de la Ley. Si bien, Él ya se ha manifestado como muy superior a esos sacerdotes, porque da solución a una realidad humana de sufrimiento; y lo hace acogiendo, escuchando, sanando, reintegrando.
El que estaba fuera pasa dentro, el enfermo sanado puede entrar de nuevo en la comunidad. Y, curiosamente, el de dentro, tiene que salir. Este milagro provoca que Cristo tenga que permanecer apartado de los núcleos urbanos, en descampado. Y van a buscarlo, porque ofrece esa ruptura de espacios entre Dios y los hombres, entre los hombres entre sí. Es una declaración de la paternidad de Dios, que está pendiente de cada uno de sus hijos, y de la fraternidad humana, donde no cabe la exclusión por ninguna causa. Quienes quieren encontrar a Jesús han de salir; la situación obliga. Y en la salida, habrán de romper con su espacio para hallar a Dios y descubrir a los que viven apartados, que son los que ahora permanecen más cercanos a Él. El Dios con nosotros, es un Dios con todos y para todos, pero que vive entre los excluidos. Desde allí invita a que nos acerquemos todos y formemos parte de un solo espacio donde conviven todos lo hombres en fraternidad y con Dios poniendo su morada en medio de ellos.
¡Qué bien lo entendió Pablo, que buscaba hacerlo todo para gloria de Dios! Y la gloria de Dios es que el hombre tenga vida eterna.