Job 7,1-4.6-7: Recuerda que mi vida es un soplo.
Sal 146: Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados.
1Co 9,16-19.22-23: Siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles.
Mc 1,29-39: Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.
Las puertas de la sinagoga se abrían y acudía el pueblo judío hambriento de la Palabra de Dios. Reunidos todos, se proclamaban las Escrituras y un maestro explicaba lo que allí se decía, haciéndolo más comprensible, interpretándolo, actualizándolo a su entender. Quienes habían escuchado salían de allí no solo saciados, sino también acariciados o pellizcados o envalentonados o arrepentidos… dependiendo de lo que la Palabra y su comentario hubiera provocado en su interior. Se llevaban la Palabra con ellos hecha ascua, candente.
Salió Jesucristo, el maestro de Nazaret, tras su protagonismo en la sinagoga. Nunca era protagonista el que proclamaba o exhortaba en la asamblea, sino la Palabra proclamada; pero ahora era la Palabra misma hecha carne la que caminaba del lugar de reunión por las calles de Cafarnaúm. En Él Dios Padre iba diciendo y haciendo (como al principio de la Creación). ¿Y qué dijo? Nos lo relata Marcos recorriendo una jornada con Jesús.
Primero dijo salud y curó a la suegra de Simón, que estaba en cama. La acción de Dios desembocó en servicio. La Palabra de Dios sana y nos permite desarrollar nuestras capacidades para ejercer nuestras responsabilidades: servir a Dios y a los hermanos.
Atiende a todos los que lo buscan, necesitados de salud y de paz. Cura y expulsa demonios. Se acercan a Jesús, porque les trae solución a sus preocupaciones. Quien descubre la poderosa fuerza de su mensaje, va más allá de curaciones y exorcismos, encuentra una fuente de agua viva.
Esta fuente es inagotable, porque se nutre del amor de Dios, por eso busca también momentos de soledad en lo más tierno de la jornada, cuando aún están todos durmiendo, para el diálogo con el Padre y el Espíritu. Pronto lo echan de menos descubriendo su ausencia en el pueblo, pero no lo encuentran. Tienen sed de su acción. Dan con Él Simón y sus compañeros. Ellos saben de trasnochar y madrugar por su oficio. Así como los peces buscan la luz de la luna llena acercándose a la superficie, podrían colegir que el Maestro buscaba la luz del Padre.
No regresa al pueblo, marcha hacia otras localidades, que para eso ha salido y se ha hecho carne, que para eso ha salido a escuchar al Padre, que para eso ha salido del gentío que lo busca… y lleva la Palabra de escucha y acción a otros lugares cercanos, donde su labor comienza en cada sinagoga, abriendo puertas para el encuentro del pueblo con Dios.
En la primera y segunda lectura aparecen dos hombres de Dios en quienes la Palabra es central. Primero Job, cuyo sufrimiento se hace plegaria porque no se cierra en la amargura sino que se abre a la espera de la respuesta de Dios. El hombre sufriente habla y el Altísimo tiene que responder con su Palabra. San Pablo expresa la necesidad de predicar el Evangelio, como un impulso recio que experimenta tras haber sido transformado por el encuentro con la Palabra hecha carne, Jesucristo. El que recibe el Evangelio se convierte en transmisor de la Buena noticia.