Jon 3,1-5.10: Vio Dios sus obras, su conversión de la mala conducta.
Sal 24: Señor, enséñame tus caminos.
1Co 7,29-31: La representación de este mundo se termina.
Mc 1,14-20: Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.
Mal llama a mal y encierra en una dinámica de retroalimentación donde se hace difícil, muy difícil, dar con un elemento que rompa con esa corriente. La fealdad no solo se conforma con lo feo, sino que, si se le deja, no encuentra obstáculos en seguir extendiéndose. Dios acerca su Palabra para introducir la novedad de la sanación. Eligió a Jonás para llevar esta Palabra a la gran ciudad de Nínive, de la que se había apoderado el mal. Muchas personas entraban y salían de la ciudad, pero esto no conseguía romper con la maldad que se había enquistado allí. La situación solo podría cambiar desde algo externo que se colase dentro, en lo más profundo de la ciudad de donde emanase el mal; era necesario tocar, de alguna forma, el interior de cada habitante, sus entrañas.
Dios lo consiguió con su siervo Jonás. Anunció la catástrofe y, milagrosamente, los ninivitas recapacitaron y se arrepintieron del mal en el que vivían. Tal poder tiene la Palabra del Señor. Puso ante ellos el resultado consecuente de su perversión: la destrucción. Si alguien alcanza a darse cuenta de lo destructivas que pueden ser una decisiones, una actitud, una estructura, la conciencia se despierta y pide un cambio. Esto, en bastantes ocasiones, no ocurre hasta que se llega a cierto límite, un tipo de abismo donde, avanzar más lleva a caer al vacío. Otro modo, quizás más estimulante, es descubrir la belleza de aquello a lo que se está invitando y a lo que se puede aspirar. En todo caso, hay necesidad de que los ojos se abran al contraste entre la perdición y la salvación, entre la tragedia y la gloria.
El Maestro invita a los discípulos a algo grande, a algo bello. Tras la expresión “pescadores de hombres” podemos entender: portadores de la Palabra de Dios, proclamadores de las maravillas que hace el Señor y de las que quiere hacernos partícipes a los hombres. El deseo de seguirlo se aviva conociendo la maldad provocada por el hombre y el insistente interés divino para salvar a su criatura. El drama hacia el que nos dirigimos si rechazamos al Espíritu Santo, que es quien hace posible la presencia de Dios en nuestras vidas: su paz, su alegría, su esperanza, su justicia, su amor… debe ser transformado en encuentro gozoso y gloria. Para ello Dios pide colaboradores, discípulos dispuestos a vivir con Él y estar dispuestos a la misión, a la belleza del Evangelio.
¿Qué preferimos: lo bueno o lo malo; lo feo o lo bello? La respuesta está clara. Lo que, posiblemente, no esté tan claro, es el camino que no lleva hacia una cosa y hacia otra. La reciedumbre de la Palabra de Dios, que golpea para macerar lo endurecido, para interpelar, para incomodar y provocar revisión, arrepentimiento, deseo de Dios, de lo bueno, de lo bello y esfuerzo para ser llevados hasta allí. Y la amistad con esta Palabra precisa tiempo, un tipo de lucha con el mismo Dios, y apertura a realidades que nos superar, comprensiones que no atisbábamos. Implica crecer y estar dispuesto a abrir las entrañas para dejarle hacer al Espíritu Santo. Pide, por tanto, sacrificio.
El sacrificio es camino hacia la belleza; las renuncias a lo que sigue pegado a la maldad, nos permiten progresar en el encuentro con el Señor. Y la detección de la fealdad que puede envolvernos y que identificamos, no solo a nuestro alrededor, sino en nosotros mismos cuando somos conscientes del pecado, debe motivarnos para aceptar la invitación de Cristo que nos llama a una misión apasionante: el protagonismo en la actividad del Espíritu que lleva a su esplendor a todos y a todo. Todo esto, el mundo tal cual lo vemos, se termina, como indica san Pablo en la Primera Carta a los Corintios, y nosotros tenemos una responsabilidad importante en orden a que el hombre conozca la perennidad del proyecto de Dios. Somos portadores de la Palabra divina para la conversión, el perdón de los pecados y que la misericordia de Dios brille desde el corazón de sus hijos para un mundo nuevo, para una humanidad gloriosa.