2Sam 7,1-5.8b-12.14a.16: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?
Sal 88: Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.
Rm 16,25-27: Para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe.
Lc 1,26-38: Su reino no tendrá fin.
Hasta aquí el límite de los preparativos. El Espíritu susurró a la Iglesia: “¡Adviento, Adviento!” y ella lo proclamó cincelado en la liturgia y vibró para que vibráramos sus hijos. El mismo Espíritu no nos dejó a la deriva de una preparación abocada más a esas cosillas en las que solemos entretenernos los humanos, entre comercios, adornillos puestos encima y sobre otras superficies, sentimientos más bien fugaces, y otras sin especial reciedumbre. Nos puso a trabajar concienzudamente: ¿cómo va tu vida? ¿qué esperas, a quién esperas? ¿hacia dónde quieres ir? ¿dónde está tu Dios en tu historia y qué te pide¿ ¡Prepara su venida! Aunque, hasta en los mejores trabajos hay quien, en términos coloquiales, se “escaquea”.
“Escaque” es el nombre de cada cuadrícula del tablero de ajedrez. El movimiento de las piezas por ellos se puede denominar escaqueo. Para conseguir la victoria prima la estrategia, articulada inteligentemente en silencio en suerte de meditación interior casi puramente matemática, pero donde no falta la intuición. Cada desplazamiento en el interior del tablero tiene una réplica del oponente. Movió Dios primero iniciando el juego. Propuso algunas reglas atípicas: no quería acabar con el rey del contrincante, sino reinar junto con él. Respondió su criatura, el hombre, poniendo patas arriba el tablero, con un movimiento de pecado amenazando con interrumpir el juego. Avanzó entonces Dios con una ficha imprevista por el oponente, su propio Hijo y puso en jaque a las tropas rebeldes. Pero antes de la estrategia final, destinada a tener dos vencedores en el juego y ningún perdedor, pidió permiso a la reina, que encubría su poder y su belleza tras apariencia de aldeana. Ella abrió la puerta a una nueva dimensión en la partida.
No sirven ya las normas de antes para avanzar en el juego, habrán de descubrirse las nuevas reglas donde priman la misericordia y la justicia, la fe y la esperanza, la alegría y la ternura, la luz y la belleza. Pero, sin embargo, aún pesa el antiguo modo de proceder, las normas antiguas y anticuadas. Por eso nos hemos tenido que preparar, nos tenemos que seguir preparando. El Adviento no se acaba, sino que se transforma. Deja de tener cochura de tiempo litúrgico para seguir prevaleciendo como actitud, posición cristiana vital. Y es lo que nos permite celebrar lo que vamos a festejar esta noche, el nacimiento en la carne del Hijo de Dios Salvador. Es lo que nos permite enorgullecernos de ser cristianos, conscientes de que el cristiano se hace, se va haciendo, alentado por el Espíritu que hizo posible la encarnación del Hijo de Dios en María, y antes inspiró ese mismo sí.
Ganó la reina, sus movimientos fueron perfectos, pero la partida aún está en juego y el Espíritu tiene mucho que decir en nosotros. Ganó el rey, pero quiere poner su corona a todos los peones del tablero. Comenzará haciéndolo con quien sea capaz de agacharse a la altura de un niño Dios empesebrado, en una casilla deslucida, en el centro del tablero de la salvación.