1Re 17,10-16: La orza de harina no se vació, como lo había dicho el Señor.
Sal 145: Alaba, alma mía, al Señor.
Hb 9,24-28: Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.
Mc 12,38-44: “¡Cuidado con los escribas!”.
Un aviso preventivo: ¡Cuidado con quien se sienta a nuestro lado! ¡Cuidado con el que nos cruzamos por la calle, que se pone a nuestro lado a la hora de comprar o que convive con nosotros en casa! Cuidado, porque puede ser un gran maestro, y, más aún, puede tratarse de un santo. Cuidado, porque los maestros santos interpelan y contagian hacia cambios personales importantes. Aunque, es cierto que la capacidad para percibir la presencia de estas personas singulares y tan necesarias, la poseen quienes tienen una especial sensibilidad para el trato real con Dios. La tenía Jesús; Él era Maestro y santo, en realidad el primero y único maestro y santo, y encontró maestría y santidad en una mujer piadosa, pobre y viuda, es decir, pobre y condenada a la pobreza de por vida, además de altamente desprotegida.
Representantes de tres grupos de personas aparecen en el texto del evangelio de este domingo y todos religiosos. Primero los fariseos, de los que Jesús pide precaverse, pues pretenden un crecimiento personal y un reconocimiento a base de apariencias, que es lo mismo que decir mentiras. Su relación con Dios es dependiente de la consideración social que reciben. De algún modo, se trata de una idolatría de la imagen y de una concepción de Dios clasista. Esto se ve en los criterios desde los que interpretar la realidad: vale lo que se explicita y se ve, no lo que existe de fondo y las raíces subyacentes. Existe un bloqueo gigante que impide una revisión a fondo de los intereses e intenciones de su modo de pensar y proceder. El prestigio puede convertirse en una especie de riqueza, que alimenta la autoestima, para valorarse a uno mismo, pero, aquí lo trágico, renunciando al amor de Dios que ama sin reservas ni condiciones. Es preferir calderilla a un tesoro ilimitado. Otro grupo es el de los ricos que echan cantidades importantes de dinero en el arca de las ofrendas del templo. No se pone en duda que sean creyentes piadosos. Jesús llama la atención entre lo que donan, que es mucho, y lo que se reservan, que es muchísimo. Su ofrenda puede ser un analgésico ante la necesidad de un crecimiento espiritual, que ha de ir acorde con un mayor desprendimiento material y un discernimiento sobre el modo de vida. En tercer lugar, está la viuda pobre, la que no se queda con nada por dárselo a Dios. La pobreza de por sí no acerca a Dios, pero sí que facilita recurrir al Señor como el único que nos puede enriquecer y dar sentido a lo que somos.
Aquella mujer viuda era maestra de vida espiritual, no por ser pobre, sino por entregarlo todo a Dios, incluso la vergüenza de no poder ofrecerle más que dos monedillas casi sin valor. Por eso puede decirse también que era santa, por entregarle todo lo suyo a su Señor. Jesús saber verlo y enseñarlo. El paradigma de la entrega más generosa es Él mismo, como nos muestra la lectura de Hebreos. Hizo de una doble entrega de su vida: para los hombres y para Dios o, mejor, para Dios, a través de su donación a los seres humanos. Por ello recibe el nombre de sacerdote, como quien hace la entrega a favor de otros, y, al mismo tiempo, es la ofrenda que se entrega.
Cuando el profeta Elías se acercó a Sarepta encontró paga de profeta: recompensa su trabajo con la comida y, mejor aún, con la atención a su mensaje que habla de esperanza. Ni la viuda ni su hijo murieron de hambre, aunque estaban abocados a ello, porque compartieron lo suyo con el profeta por ser un hombre de Dios y ella se fio en la Palabra de Dios que anuncia vida, aunque las circunstancias pronostiquen muerte.
¡Cuidado con creernos maestros y santos! Pero ¡cuidado también con no trabajar para serlo! Eso sí: aprendices de maestría y santidad. Y a estar atentos a quienes tienen tanto que enseñarnos, apremiándonos a una revisión de vida, sin otro recurso pedagógico que mostrar lo que viven y cómo lo viven.