Is 53,10-11: Lo que el Señor quiere, prosperará por su mano.
Sal 32: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
Hb 4,14-16: Ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado.
Mc 10,35-45: El que quiera ser grande, sea vuestro servidor.
Los brazos que se despliegan para ceñirse luego alrededor de otro cuerpo saben bien lo que pretenden: no buscar protagonismo, no hacer daño, no aparentar lo que no existe… sino mostrar afecto, expresar alegría, hacer partícipe de lo sucede en el interior. Así trabaja el abrazo, como uno de los gestos más poderosos entre dos personas, donde las distancias se estrechan tanto que se puede sentir el cuerpo del otro, hasta incluso el pálpito de su corazón.
Esta cercanía corporal trae consigo impregnarse de lo que el abrazado rezuma: los olores, la temperatura, la textura de la ropa, mientras, al mismo tiempo, nosotros aportamos también todo esto al que recibe nuestro abrazo. Esta distancia mínima con tantas cosas que proceden del otro puede llevar a resistencias, como cuando percibimos un olor que no nos es agradable o algo nos va a causar dolor. ¿Cómo abrazar al alguien que descuida mucho su higiene? ¿Cómo aproximarnos a un cuerpo lleno de púas, como un erizo? O se evita el abrazo o hay que estar dispuesto a lo que sea, porque merezca la pena más el abrazo que el trance doloroso.
Tan cerca querían estar Santiago y Juan de Jesús que no les importó pedírselo ni asumir las consecuencias. El Maestro no desdeñaba su compañía próxima para la eternidad, pero reconocía que no era potestad suya concederla. Pero sí que podía ofrecer la cercanía máxima aquí en la tierra, si estaban dispuestos a cáliz y bautismo; es decir: a sufrir con él y pasar por una purificación y renovación interior. Abrazar a Cristo es extender los brazos a la fuente del amor, que lleva a la mayor libertad para recibir y para dar. Desde esta libertad, querer abrazar a Jesús, las resistencias más contundentes contra el abrazo son superadas. Y no son pocas estas resistencias: se puede recibir del otro cosas que no son gratas y, aun así, se quiere compartir con él algo grande.
Cuando se ha abrazado la misericordia de Jesús y se ha participado de su amistad con todo lo que trae consigo, el abrazo comparte con los demás esta misma experiencia de esperanza y alegría. Entonces, el posible mal olor, las púas e inconveniencias que hay que estar dispuestos a padecer al aproximarse mucho a alguien de quien emana algo de esto, queda amansado por lo que podemos llevar del Señor en nosotros, porque antes nos hemos dejado abrazar por Él y Él ha enternecido nuestras durezas y recortado nuestras espinas. El recuerdo de lo que Jesús ha hecho por nosotros, dando su vida, sufriendo para nuestra felicidad y salvación, es un poderoso motivo para arrimarnos a Él, solo por agradecimiento, más por intuir que da Vida.
Si nos animamos a estar muy cerca no habrá lugar para selecciones, para escoger lo que nos gusta o apetece de lo suyo, sino que, si abrazamos, será para abrazarlo todo entero, con cáliz y bautismo: dispuestos a una vida conforme el evangelio y a una revisión y renovación profunda. Ojalá y nos sentásemos muchos a la derecha y la izquierda de Jesús en su gloria, porque nos hemos dejado abrazar por Él y hemos participado de todo lo que su corazón comparte para llevarlo del nuestro al de los que más dañados, perdidos, olvidados, con necesidad de perdón: todos los que menos apetece abrazar y más lo precisan.