2Cro 36,14-16. 19-23: ¡Que el Señor, su Dios, esté con él!
Sal 136: Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.
Ef 2,4-10: Estáis salvados por pura gracia.
Jn 3,14-21: Tanto amó Dios al mundo que envió a su primogénito.
La historia es una parlanchina incansable, aunque no se le preste la atención suficiente. Lo que ella dice se entiende de modos diversos dependiendo de la persona y el momento. Conversamos mejor con los acontecimientos mejor cuando nos acercamos a ellos desde la distancia procurando descubrir su significado.
El Pueblo de Israel, al vivir en lo inmediato, renunciaba a la historia, a la comprensión de lo sucedido en base a la Alianza de Dios con ellos. Los libros de las Crónicas aportan la interpretación de los acontecimientos desde los ojos de la clase sacerdotal. La mayor parte de los episodios narrados ya están recogidos por los libros de Samuel y Reyes, pero aquí la perspectiva enriquece la valoración de los hechos. La primera lectura de este domingo, del segundo libro de las Crónicas, recuerda insistentemente en el amor de Dios por su pueblo que buscaba su bien con oportunidades repetidas a pesar de su infidelidad hasta que, finalmente, dada la maldad de todos (y el libro se encarga de enumerar grupos de dirigentes y el pueblo en su conjunto como culpables del rechazo a Dios), van a sufrir un terrible castigo: la conquista de Jerusalén y la destrucción del templo, la deportación a Babilonia y el destierro durante setenta años... hasta el regreso. Al final no aguarda la desgracia, sino la restauración de la alianza y la resconstrucción del lugar sagrado. La perspectiva hilvanada de los hechos les ofrece la interpretación profunda y real: han sido infieles y por eso le ha sobrevenido la desgracia, pero el amor de Dios, tras la purificación por el castigo, les ha devuelto lo perdido.
También un fariseo miembro del sanedrín, el tribunal de justicia judío, llamado Nicodemo, tenía interés por la conversación. Había visto los milagros y signos que hacía Jesús. Para algunos compañeros eran una provocación por parte de alguien no autorizado ("¿de dónde le viene esa autoridad?"). Él entendía que aquellos prodigios y gestos proféticos no podían venir sino de un hombre de Dios. Le llamaría poderosamente la atención aquel maestro galileo. Es posible que tuviese que pelear internamente entre retener su curiosidad para no llamar la atención y acercarse a Él, aun sabiendo que no iba agradar a sus compañeros fariseos. Juan nos dice que fue de noche, como a hurtadillas, y tuvo una conversación con el Maestro, porque, intepelado por la novedad que Él traía, quería conocer el designio de Dios en todo ello. La conversación personal, atenta, incluso nocturna (en el contexto silencioso de la noche) invita a una nueva lectura de la historia, la historia que más nos interesa: la de la Salvación.
Primero el Maestro le indica cómo lo sucedido en el Antiguo Testamento anticipa lo que va a suceder con Él. La serpiente sanadora elevada por Moisés preludia la Cruz Salvadora de Jesús, el sanador y, por tanto, será el signo más patente del amor misericordioso de Dios, que quiere que todos se salven. La alusión a que Él no ha sido enviado para juzgar, parece una pequeña ironía, porque Nicodemo es miembro del tribunal religioso que va a juzgar a Jesús. La actitud de Dios difiere de los hombres, que van a juzgar y condenar al mismo Hijo de Dios. Y, sin embargo, Él es la Luz, el que nos aclara quiénes somos, el que ilumina la historia para entenderla y descubrir a Dios en ella, frente a los esfuerzos humanos por oscurecer su presencia.
La lucidez, la claridad implica un reconocimiento del pecado y la situación a la que aboca el mal al ser humano, la muerte, y la consciencia de que prevelece, con mucho, el don de Dios y su misericordia. Pablo lo predica en este fragmente de su carta a los Efesios. Es abrumadora la cantidad de palabras que le dedica a las muestras del amor de Dios al hombre con respecto a la escueta expresión sobre el pecado y la muerte, que queda envuelto por todo lo concerniente al don divino. Pero a esto no se puede hacer memoria de la bondad divina, sin recordar la infidelidad humana, especialmente la propia, personal.
La lengua ineficaz y la incapacidad para la acción, nos expresa el salmo 136, son signo del olvido de Jerusalén, de la casa de Dios, de la relación con el Señor. No sería un mal ejercicio revisar en nuestra vida, cómo ha repercutido nuestro olvido de Dios y cómo se ha visto afectada nuestra palabra y nuestro obrar. Conversar con la historia, en Cristo, nos hace capaces de más luz.