Ex 22,20-26: Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo.
Sal 17,2-4.47.51: Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza.
1Ts 1,5c-10: Llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes.
Mt 22,34-40: Amarás al Señor tu Dios y al prójimo.
Si quieres alcanzar el rango de Dios, con poder sobre el cielo y la tierra, y autoridad para guiar los acontecimientos, y sabiduría para conocer las profundidades de este mundo y que tus años se prolonguen hasta la eternidad, al modo divino, entonces toma el oficio de Dios. Su trabajo mira por los indefensos.
La situación de vulnerabilidad e indefensión es compartida por todos; todos igualmente expuestos a los rigores de esta vida, vengan de donde vengan. Pero para afrontar estas situaciones complicadas y duras contamos desde el principio con personas protectoras que se unen a nosotros en nuestras batallas y nos acogen, aceptan y defienden. Cuando ellos no están, la fragilidad se hace más patente. Puede ser que no estén porque hayan fallecido, como en el caso de la viuda o el huérfano, o que estén lejos, como en el caso del extranjero, o porque hayan renunciado y no quieran comprometerse. Dios nos regala compañeros y protectores para nuestro camino, cuando no acuden estos, pone a otros, nos pone a nosotros, a los que clama que seamos sus representantes entre los más desprotegidos.
Es Dios mismo el que acompaña, el que defiende, el que abraza… representado por sus hijos que se acercan al desvalido. Esto es hacer de Dios, ejercer su poder, tener a tu disposición cielo y tierra, gozar de su autoridad para lo más sublime: vivir a lo divino, dándose a los demás. Aquí se cumple el doble mandamiento del que habla Jesús en el Evangelio: amor a Dios y al prójimo. Aquí prolonga Dios su mano en la tuya, convirtiéndola en mano divina para acariciar y asistir a quien lo necesita. Para indefensiones personales, Él suscita trabajo de persona a persona; cuando se trata de desprotección en lo estructura, alienta a que se cambien las estructuras.
Esto conlleva dirigir los ojos hacia Dios y hacia el prójimo en una misma trayectoria. Habrá quienes en la asistencia del otro, descubran a Dios misericordioso; habrá quienes en conversación con Dios se sepan movidos para atender al prójimo; sea de una u otra manera no pueden desvincularse ambos amores, porque, si no, habrá cojera interior y faltará equilibrio. Ni uno ni otro amor pueden pender de deseos o ideas, sino que se viven desde la vida concreta, desde lo que me sucede y experimento y desde las personas con las que me encuentro. Nuestra condición divina se va fraguando pendiendo de este mandamiento bicéfalo, en el día a día.
Este es el trabajo divino para hacer posible la semejanza de Dios. Este es el mayor poder y la mayor autoridad, el mayor motivo de alegría para gloriarnos, como lo hacía san Pablo con los cristianos de Tesalónica, que abandonaron sus ídolos para servir a Dios y esperar la venida de Jesucristo.