Is 22,19-23: “Lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá”.
Sal 137,1-2a.2bc-3.6.8bc: Señor, tu misericordia es eterna,
no abandones la obra de tus manos.
Rm 11,33-36: ¿Quién conoció la mente del Señor?
Mt 16,13-20: “Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”.
Senaquerib, rey del poderoso imperio de Asiria, había hostigado a Jerusalén con fuerza sitiando la ciudad, pero, finalmente, había sido vencido. El feliz desenlace provocó un júbilo entusiasta en el pueblo, que se vía libre de un final fatal. Esto sucedía en el año 701 antes de Cristo, siendo Ezequías rey de Judá con capital en Jerusalén. Pero el profeta Isaías (y aquí es donde se contextualiza este pasaje de la primera lectura de este domingo), alerta sobre el optimismo exagerado, llamando la atención sobre el peligro aún amenazante, porque no han reparado en que ha sido Dios el que les ha dado la victoria. Además, vaticina el final de un tal Sobná, encargado del palacio, sospechoso de un desempeño desastroso de su cargo, y su sustitución por Eliaquín, como candidato idóneo para ese puesto: responsable de abrir y cerrar las puertas del palacio. Este oficio implicaba la responsabilidad de facilitar el acceso hasta el rey o impedirlo, una mediación muy importante para quienes acudiesen hasta el monarca con una petición, una propuesta o una alianza… Era mucho lo que se ponía en sus manos…
Y, más aún, lo que el Maestro puso en las manos de Simón Pedro, al que no solo le concede la potestad para atar y desatar en el Reino de los cielos, sino que es tomado como “Petrus”, piedra, donde edificar el mismo palacio del Rey, la Iglesia. Esta autoridad especial de Pedro en las primeras comunidades cristianas era indiscutible. Sería motivo de polémica la consideración de si los sucesores de Pedro, obispos de Roma, habían heredado también de algún modo esa autoridad especial. La historia de la Iglesia confirma una asunción paulatina de autoridad en el obispo de Roma sobre los otros obispos. Pero esto no sucederá hasta un par de siglos después del nacimiento de la Iglesia. A partir de entonces la relevancia del “papa” fue creciendo hasta, en algún momento, llegar a limitar mucho la capacidad de actuación de los otros obispos de la Iglesia.
La cuestión sobre el papel del papa en la actualidad en el interior de la Iglesia es compleja, pero, ante todo podemos decir que es fuerza de unidad y promotor y garante de la riqueza del Espíritu Santo manifestada en diversidad de ministerios, carismas, capacidades... Desde este texto del evangelio de san Mateo podemos extraer varias conclusiones importantes partiendo del análisis del texto:
Por un lado, este encargo tan especial es recibido tras una revelación divina que le ha descubierto a Pedro quién es su Maestro. No puede ser buen empleado del Rey quien no lo conozca y, por tanto, el encargado de ser mediador para llegar a Él ha de distinguir bien a quienes traen a la casa real paz de los que llevan discordia, para darles el paso o cerrárselo. Por otro lado, Pedro es vínculo de unidad, y la relación con él será también motivo de unidad. Pero ha de cuidar con los deseos del dueño de la casa (él es un siervo) que quiere dar cabida a todos, que quiere crecer y enriquecerse y prosperar. Por lo tanto, la autoridad para atar y desatar ha de emplearse mirando a la finalidad para la que el Rey ha construido esa casa. Ha de velar también por la acogida, pluralidad, el progreso, el perdón, la renovación… y la seguridad de la casa y sus miembros.
De Pedro, Piedra, a nosotros, piedras vivas de la misma Iglesia con las que el Espíritu va construyendo el hogar del Reino. Las amenazas no han cesado. Nunca ha dejado de haber riesgos de fuera, como el de Senaquerib y las tropas asirias, dispuestos a saquear el hogar de Dios y perturbar a sus habitantes. Pero, los riesgos más sobresalientes se encuentran en el interior de la casa, en nosotros mismos, cuando nos consideramos dueños del palacio y hacemos y deshacemos a nuestro antojo, sin haber conocido y amado al Rey, al cual servimos. Las fuerzas hostiles mueven en dos sentidos: en contra de la unidad, que convierte la relación con Dios en algo meramente subjetivo, individualista, desinteresado de la verdad, y en contra de la pluralidad, que no reconoce el don de Dios en los demás, se cierra de modo unilateral ante la frescura del Espíritu, busca una seguridad enclaustrada que rechaza cuanto viene de fuera o no es capaz de valorar la diversidad de carismas.
En cierto modo, como Pedro, también nosotros tenemos potestad, en cuanto piedras vivas de esta Iglesia, para abrir y para cerrar: para dejar que sea el Espíritu de Dios el que construya o resistirnos para ser nosotros mismos los que suplantemos los planos de Dios para su obra por los nuestros propios. De ahí que la pregunta sobre quién es el Hijo del hombre nos apremia, porque solo en la medida en que busquemos y tengamos relación con Él lo consideraremos Señor de la casa y trataremos de cumplir con su voluntad (velando por esa unidad y diversidad). De otro modo, sin mucha dificultad, nos tendremos por señores y actuaremos a capricho, como malos empleados que abusan del palacio y de la confianza dada por su Rey.