Ex 34,4b-6.8-9: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso”.
Salmo: Dn 3,52-56: ¡A ti gloria y alabanza por los siglos!
2Co 13,11-13: La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.
Jn 3,16-18: Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por Él.
¿Cómo va a querer un más al hijo de otro que al suyo propio? Y sin embargo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. ¿No parece tener algo de inhumano? Resulta desconcertante: entregar a la muerte a tu hijo en lugar de otros. Pero es que es aquí precisamente donde radica su fuerza maravillosa y terrible: parece inhumano, porque es divino. El amor infinito por su Hijo, hace que el Padre ame todo cuando ha creado por su Hijo.
Se abre así como una brecha de acceso a una realidad absolutamente desbordante. El Pueblo de Israel conocía al Dios creador, en el que se reconocían rasgos paternos con su pueblo, al modo de hijos; pero ellos tenían más consciencia de criaturas que de hijos. Solo el Hijo podía enseñarnos a llamar a Yahvé (cuyo nombre no se pronunciaba por respeto) con el nombre familiar de “padre”, “papá”. Tan sencillo que cualquier niño balbuceante podría dirigirse a Dios por su nombre: “Abba”. Y sin celos entre el hermano mayor y los pequeños, el único Hijo, el Hijo eterno, no solo nos enseñó, sino que también ha hecho posible el vínculo que nos une a Dios como hijos suyos, no de un modo figurado, sino verdaderamente, con derechos de apellido divino y de herencia de Reino de los cielos (con derecho a participar en la vida familiar trinitaria por siempre).
Viendo al Hijo que se entregaba por nosotros, entendimos a un Padre que amaba entrañablemente. El amor no es un “algo” que flota en el ambiente, a lo que accedemos a conveniencia, sino que es un Alguien que ama a otro Alguien. Jesucristo había aprendido bien de su Padre y a cada gesto o palabra lo amaba y así nos lo enseñaba; allí se delataba su origen. De tal Padre, tal Hijo. Y viendo que este Padre nos ama tanto que entregó a su único Hijo, nos asomamos a un misterio extraordinario: ¡cuánto se aman el Padre y del Hijo! También nos lo comunicó el Maestro: esa unión de amor es posible por el Espíritu Santo, que amarra en unidad a Padre e Hijo y hace posible que este amor divino llegue a nosotros y lo vivamos.
¿Cómo se puede explicar? ¿De qué modo ponerle medida? Solo se puede contemplar y alegrarnos, experimentarlo internamente, gozarlo y llevarlo hacia fuera. Vivimos lo que contemplamos. El amor trinitario, fuente de todo amor, no será realidad suficiente en nosotros si no ejercemos este amor en el alguien que tenemos junto a nosotros.
La genética de la sangre divina que nos hace hijos del Padre solo ha podido transferirse con una transfusión de amor, de Dios a los hombres directamente en el Hijo hecho hombre, para que todo lo humano vibre de divinidad como una semilla que un día estallará en fruto celeste. Sin el: “Tanto amó Dios al mundo…” no habría llegado nada del conocimiento de Dios y conocer es amar. Aunque el hombre responde con ingratitud, con un: “Tan poco ha amado el mundo a Dios”, sin embargo no han desaparecido los derechos de herencia, porque prevalece su amor a nuestro desamor; porque su “Tanto amó” es perseverante, paciente, no lleva cuentas del mal, quiere la salvación de todos.
Lo que hacemos, ¿lo hacemos por amor? ¿Nos hace crecer en amor? ¿Qué significa el amor para nosotros? Tanto amó Dios al mundo. No solo amó, sino “tanto”… ¿No resulta abismal, oceánico? ¿No causa vértigo? Solo cabe contemplar y, contemplando, transmitir con la propia vida lo experimentado.
Nos podrán ayudar nuestras hermanas y hermanos, todo contemplativo que, se han consagrado a Dios pretendiendo vivir lo que contempla en las entrañas trinitarias. Con ellos la Iglesia abre más los ojos y se llenan de Dios para que lo haga también su corazón y pueda amar cada vez más al modo divino.