Ex 12,1-8.11-14: Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas.
Sal 115,12-18: El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo
Co 11,23-26: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido.
Juan (13,1-15): «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?».
El agua prepara la mesa de los comensales antes de que se sienten a ella cuando pone limpieza en las manos recordándonos una norma fundamental que repiten las madres: “Hay que ir limpios a comer”. La higiene no solo es provechosa para la salud, sino que facilita también compartir con otros, para que nadie se sienta incómodo. Más aún, la limpieza no solo ha de tocar nuestras manos, sino también el corazón: a la mesa no puede llevarse amargura ni resentimiento ni tristeza. No es buen comensal el que llega triste o entristece, habla de otros banalizando o dañando o molesta con su conversación. Aquí se hace más necesaria la regla: “hay que ir limpios a la mesa”.
Todos estaban limpios en la cena de despedida de Jesús. Celebraban la cena de Pascua, el banquete más importante para los judíos en el que festejaban cómo la mano poderosa de Dios los había librado de la esclavitud. Todos estaban limpios, menos uno que había llevado la traición del Maestro a la mesa. Aun así, la traición también puede lavarse; hace falta dejarse limpiar por la mano misericordiosa de Dios. Al final de la comida Jesús eleva el pan y el vino en un brindis por aquello por lo que celebra ese banquete. En sus manos que sostienen el alimento y la bebida se contempla la humanidad, que ha recogido el fruto de la tierra en trigo y en uva y que las han trabajado para elaborar pan y vino; se ven aquellas manos tendidas hacia todos ofreciendo la acogida incondicional de Dios para que ninguna de nuestras manos se pierda; manos también dispuestas a la llaga y la lesión por amor. No solo estaban limpias; tenían la fuerza de las manos ofrecidas a Dios por completo para cumplir su voluntad. Ese momento concreto se convirtió en un tiempo universal, por la pureza, la humanidad, la misericordia, la justicia, la entrega, la divinidad… de aquellas manos. Ellas prefirieron renunciar a su vitalidad para dar vida derramando su sangre, y quedaron detenidas en la Cruz para estirarse allí con el mayor servicio y tocar a la humanidad entera.
Pero, todavía más, tomó agua para una nueva limpieza. Lo que había hecho durante toda su vida lo dejó certificado en un gesto. No bastaba con estar limpio, había que limpiar. Sucede cuando las manos se afanan con los pies. Descienden para tocar el fondo, los bajeros, lo que nadie había reparado en tocar, limpiar, sanar… El servicio, que es la forma del amor, purifica a fuego y dispone para poder participar de esa celebración limpios. El amor cubre multitud de pecados, que son las manchas más groseras.
¿Quién quiere unirse a este modo de limpieza que se afana en limpiar amando? Todo el que haya recibido el agua de lo alto, el baño del bautismo. Entre los bautizados, el Maestro ha pedido a unos que nos recuerden estos misterios, que celebren en su nombre estos misterios, que ayuden a todos, mientras ellos mismos aprenden, para el seguimiento de Cristo en el servicio del amor fraterno. Así quedan delimitados los tres regalos de aquel banquete que conmemoramos: la Eucaristía, el Sacerdocio y el Amor Fraterno, regalo y exigencia para quienes quieran ser en verdad Hijos de Dios y hacer esto en memoria suya y sentarse limpio a su mesa.