Ex 17,3-7: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?”
Sal 94,1-2.6-9: ¡Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.
Rm 5,1-2. 5-8: La esperanza no defrauda.
Jn 4, 5-42: “Si conocieras el don de Dios…”.
Llegados a un punto crítico donde la vida peligra, todos los recursos se ponen a funcionar para evitar el desastre. A un pueblo torturado por la sed en medio del desierto le quedan pocas alternativas a la muerte. En realidad solo una: encontrar agua inmediatamente. Difícil entre las dunas; más aún entre de las rocas. En esta situación tan próxima a la desesperación ¡cómo no rebelarse! La mirada hacia atrás les recuerda un Egipto donde eran esclavos, pero alimentados, sometidos, pero sin falta de agua. La promesa de la liberación no ha mejorado su situación, al contrario, ha ido a peor. Sus ansias de vida se convierten en rabia casi homicida. Casi apedrean a Moisés, al hombre de Dios que les había sacado de Egipto, conducido a través del mar y los guiaba hacia la Tierra Prometida. ¿Por qué no intervenía Dios de modo urgente? Una nueva desconfianza hacia Dios. Cuando todo marcha bien, cuando hay saciedad, a Dios o bien se le suele olvidar o bien se le confina hacia un apartado marginal de la vida. Todo momento crítico aviva la necesidad de Dios: cuando eran oprimidos por los egipcios, cuando estos salieron a su caza frente al mar Rojo, ahora que falta el agua. La queja en los momentos de peligro está permitida, es incluso necesaria, pero qué diferente quejarse a Dios con esperanza en su intervención, que quejarse dando por sentado la condena a la sepultura. La defensa de la vida ante un riesgo puede vivirse pidiendo vida a Dios o repudiando esa vida como una precariedad insoportable. Es cierto que cuando se está torturado por la carencia o el dolor se complica una visión serena y ponderada de las cosas. Pero los israelitas tenían muy reciente cómo Dios había intervenido poderosa y eficazmente en su Pueblo, cuando la libertad, cuando el paso por el mar. Desconfiar de la intervención misericordiosa de su Dios ahora los llevaba a la amargura. Moisés intercedió finalmente y Dios les dio agua de algo tan contrario a ella: una roca seca y dura.
El evangelio de Juan de este domingo nos devuelve al agua. Se produce un encuentro no ya con un pueblo, sino con una sola persona, una mujer, que será mediadora para que todo el pueblo de Sicar conozca a Jesús y crea en Él como su Mesías. El Maestro espera junto a un pozo, el lugar donde se sacia la sed, y allí coincidirá con aquella mujer samaritana que llega a sacar agua. La conversación con ella irá adquiriendo más hondura conforme ella vaya conociendo más sobre aquel hombre que le pide de beber. Primero lo reconoce como judío, luego lo llama señor (en su acepción corriente), más tarde profeta, luego se pregunta si es el Mesías, para finalmente ser entendido como tal por su pueblo. Un diálogo precipitado no habría dado lugar a este reconocimiento último ni a la petición de que Jesucristo se quedara con ellos en aquel pueblo durante dos días. El que tenía sed se convierte en el que da de beber. Los que tenían un pozo de agua del que habían estado bebiendo desde antiguo (durante más de mil setecientos años) descubren un “agua viva” que se convierte en un surtidor de agua interno que “salta has tal vida eterna”. Toman consciencia de un don de Dios maravilloso que les faculta para un culto nuevo en “espíritu y verdad”, es decir: presentando, agradeciendo, implorando y ofreciendo a Dios su vida desde ella misma, desde su proyecto, posibilidades, incertidumbres, fragilidad, su historia con acierto y pecado, sus frustraciones… Los cinco maridos y el que no es su marido hablan de la historia de una persona, la mujer samaritana, el encuentro con Cristo abre a una nueva relación con este judío, señor, profeta, Mesías y Esposo que hace posible una nueva relación con uno mismo, con los demás, porque ha hecho posible una nueva relación con Dios. Esta comunicación en espíritu y verdad proporciona un agua que sacia al modo de Dios, empapando la carne humana haciéndola dócil a sus manos a su voluntad.
La decisión sobre el proyecto de vida es un punto crítico; va a implicar de lleno el porvenir. Lo que llamamos “vocación” en el sentido más amplio, es interpretado como la adecuación de mi decisión en una determinada actividad que implica fuertemente mi historia con la voluntad de Dios hacia mí. También se vive como una sed. La llamada parte de Dios y se siente internamente como una necesidad. Dios no solo es el que propone, sino el que configuró para una misión determinada. Llega un momento de florecer y entonces hay que dar una respuesta. La celebración del día del Seminario nos recuerda la sed de misión en una responsabilidad específica en la Iglesia, como presbítero, como acompañante de la comunidad con autoridad de palabra, de dirección y de celebración. Desacierta quien oculta la sed de este ministerio que Dios puso en él o la intenta saciar en otro lugar. Se equivoca la familia que no quiere reconocer esta llamada en su hijo, cuando hay signos visibles de ella. Nos maleducamos cuando no consideramos prioritaria la pregunta a Dios para que nos diga qué quiere de nosotros. El Seminario ofrece holgura de hogar abierto a Dios para esclarecer la llamada de Dios a quienes perciben que les indica hacia el sacerdocio. Hay que cuidar esta casa. Y toda casa, porque Él, como pozo a rebosar de agua, sigue ahí donde se le deja que perfore, dispuesto a satisfacer la sed con un manantial de agua hacia la vida eterna a quien la quiera tomar.