Is 8,23b–9,3: Acreciste la alegría, aumentaste el gozo.
Sal 26,1.4.13-14: El Señor es mi luz y mi salvación.
Co 1,10-13.17: No me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio
Mt 4,12-23: El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande.
Una vez que el sol asoma ya no hacen falta otras luces. Lució el profeta Isaías con la profecía de una luz grande y brillante que traería la paz. Lució el último de los profetas, Juan el Bautista, anunciando la proximidad del Mesías… hasta que apareció, el Sol que nace de lo alto. Se callaron todas las demás luces, se acobardaron las sombras.
El camino de Jesucristo empieza en un lugar deslucido, al norte de Palestina. Deja su pueblo, Nazaret, en el interior, para habitar junto al mar, en Cafarnaún, una tierra fronteriza con los pueblos no judíos, abierto a nuevos aires y también a posibles peligros. Aquella luz anunciada por los profetas se posó en el límite, para alumbrar hacia dentro y clarear a los de fuera, judíos y gentiles.
La intensidad de la luz afecta más a los de cerca y se va debilitando cuando su resplandor va quedando más distante. Para quedar próximo, más aún, íntimo a todos y lucir en plenitud para cualquier ojo escogió a unos cuantos para que viesen en la distancia corta, viviesen en casa común, compartiesen como hermanos alrededor del Hermano mayor y Maestro. San Mateo nos cuenta la elección de los primeros apóstoles en torno al lago. A unos los llama en pleno trabajo, a otros cuando ya concluían sus faenas. A todos les pareció una invitación luminosa, porque dejaron inmediatamente lo que traían entre manos y lo siguieron. ¿Les sedujo el que invitaba o la invitación, una persona o una misión? Es probable que ya conociesen a Jesucristo de ocasiones anteriores. Es muy probable que estuvieran esperando la oportunidad para una mayor entrega a la causa divina. Todo israelita piadoso aguardaría al Mesías y el Reino de Dios. El Maestro de Nazaret les trajo ambos y les cautivó. Pero el ojo de aquellos pescadores tuvo que ir acostumbrándose poco a poco a la luz del Señor. Solo compartiendo tiempo y vida con Él podrá la vista aceptar y gozar su claridad.
Lo que escucharon y vieron aquellos discípulos lo guardaron y lo compartieron. Oyeron a un hombre que hablaba de Dios como Padre y de su Reino; lo vieron acercarse a enfermos y pecadores desde la misericordia; fueron testigos de curaciones y milagros. Y aún oirían y verían mucho más… hasta su muerte y su gloria. De todo ellos nos dijeron y nos dejaron testimonio, no solo para que participemos de una claridad lejana, sino para que ese sol arda en nuestras entrañas tan luminoso como lo fue con ellos que vieron y oyeron. Esta luz alumbra y aparta la mentira y el pecado; esta luz acoge e invita a la misericordia; esta luz despierta y pertrecha para la justicia; esta luz entusiasma y provoca el contagio de la fe, la esperanza y la caridad.
No admite exclusiones, sino que se ofrece para todos y responsabiliza para que el que la ha conocido y hecho vivienda comparta su experiencia de palabra y obra. Mayores y pequeños. El ejercicio del testimonio de esta Luz puede y debe vivirse desde la infancia. La ternura de la luz que ha prendido Dios en los niños no puede faltar en nuestro.