Ex 22,20-26: Si grita a mí, yo lo escucharé, porque soy compasivo.
Sal 17: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.
1Te 1,5c-10: Llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes.
Mt 22,34-40: “Amarás el Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”.
En aquel tiempo Jesús hizo callar a los saduceos. Aquellos tiempos, ya tan lejanos, en los que se justificaba con razonamientos, se escuchaba y el vencedor hacía prevalecer su palabra por más convincente, más veraz, más acorde a la realidad. Tras las palabras de los saduceos (que negaban la resurrección), tras las de los discípulos de los fariseos y los herodianos (que quisieron ponerlo a prueba con el impuesto del César), la palabra del Maestro causó el silencio. ¿Qué más oportuno o verdadero quedaba por decir? De este modo sacaba los colores a los paisanos que pretendían su tropiezo.
Esta Palabra, Este que es la Palabra, iluminaba la Ley y los Profetas haciéndolas brillar con claridad meridiana. Tantas leyes, como árboles, impedían ver el bosque; el conjunto de individualidades, dificultaba considerarlas en su conjunto y orbitando en torno a un núcleo. De nuevo Cristo Palabra sacaban los colores a quienes descuidaban el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, por detenerse más en otros preceptillos menores.
En estos tiempos de ahora en que la Palabra del Maestro no nos provoca rubor, nos justificamos con un amor a granel que no compromete: “amor para todos; amor a la derecha y a la izquierda; amor hacia arriba y hacia abajo; al cielo y a la tierra”. La Ley, la Torah de los judíos, invita a ejercer este amor en las concreciones de la vida cotidiana con una delicadeza exquisita: 1. Atención con descuidar a los emigrantes. 2. Los agravios contra viudas y huérfanos serán tasados con rango de asesinato. 3. El derecho al justo cobro de intereses ha de supeditarse a que la persona acreedora no quede desasistida en sus necesidades fundamentales.
El amor ha de ser la fuente de la que beban las leyes que regulan el trato con Dios y las relaciones sociales, si no estas están abocadas a la injusticia, siempre lesiva contra el ser humano. Y si la presencia cristiana en una comunidad no suscita sonrojo por las agresiones contra la dignidad de las personas en ese lugar y no busca humanizar, por mejor decir, “divinizar” su entorno, es que estamos lejos incluso de los saduceos y fariseos que, al menos, callaban ante las respuestas de Jesús.