Jn 20,19-23: “Recibid el Espíritu Santo”.
Tan lejano y tan necesario, el cielo aporta tanto para la vida: la luz, el calor, la medida del tiempo… y la lluvia que fecunda la tierra. Imperturbable en las alturas regala sin reserva allegándose a nosotros con sus dádivas y no se gasta. Nosotros recibimos y disfrutamos agradecimos y sorprendidos por tanto como nos llega de él. Ahora conocemos hasta en sus detalles las causas que generan muchos de los acontecimientos celestes, pero no deja de sorprendernos ni hemos dejado tampoco de estar sometidos a su acción, pues no podemos controlarlo. Nos regimos por él, lo acogemos y agradecemos cuanto nos ofrece, que hace posible la vida, mientras nos sentimos sobrecogidos por su inmensidad su poder incontrolable y su inaccesibilidad.
El hombre que se cualificó con su inteligencia para una avanzada tecnología pensó que podía llegar hasta el cielo con su ciencia y su pericia. Unió fuerzas humanas y comenzó su propósito de nivelarse con lo celeste y, tal vez, de poder controlarlo, amansarlo. Sucedió en Babel. El fracaso le llegó pronto con la ininteligibilidad a la hora de comunicarse. Incapaces de entenderse se desbarató su proyecto divididos en un lenguaje tan particular que no alcanzaba al otro. Se frustró su intento con graves consecuencias, pero no se apagó su deseo de ser celeste y manejar a su conveniencia lo que originan las alturas.
Asombro, fascinación, sensación de pequeñez conviven con el anhelo de dominio de lo que nos antecede, nos supera y lo que posee la prosperidad de la vida o su destrucción. Una antigua fiesta agrícola agradecía al cielo los frutos de la tierra en la época de la cosecha. El trabajo, los miedos e incertidumbres, la esperanza… que se habían vertido en la siembra y el cuidado de los campos, llegaban a su término con el éxito de la espiga. Había que dar gracias ofreciendo una parte, las primicias, al cielo protector y dador de vida. Los judíos asociaron esta fiesta a la renovación de la Alianza con Dios, cincuenta días después de celebrar su conmemoración. Era una de las grandes celebraciones judías. Este mismo día es en el que ubica el libro de los Hechos de los Apóstoles el envío del Espíritu Santo sobre los apóstoles y los discípulos de Jesús.
En este caso la tierra es cada persona que ha escuchado la Palabra de Jesucristo y se ha abierto para darle acogida. La Palabra es la simiente que queda sepultada en el corazón y en la mente. Esta misma imagen la empleaba el Maestro en la parábola del sembrador. Falta la acción que llegue del cielo para provocar el movimiento de la semilla con agua, viento, calor y luz. Jesucristo es la espiga granada que ha dado fruto multiplicado. En él contemplamos la potencialidad de cada uno de los granos que somos nosotros y miramos con asombro cómo ha alcanzado altura de cielo. Nos asombra, nos maravilla, nos interpela. Es, tal vez, el primer movimiento del corazón hacia Cristo, al reconocer en Él su gloria y su ocultamiento, su humillación y el maltrato recibido. En él reconocemos a uno de nosotros, completamente primero y último. Es Él quien ha facultado nuestra tierra para que sea hábil para el ejercicio de cualquier semilla. Y es Él quien ha mando su Espíritu para ser agua y luz y calor y viento para la prosperidad de cada semilla. Es Espíritu Santo hace eficaz la Alianza de Dios con su Pueblo, porque nos hace capaces de vivir en Cristo, reconocerlo como Hermano, a Dios como Padre y a nosotros como fraternidad. La multitud de granos de la siembra comparten un mismo corazón y una misma alma en entrañable comunión. Esta es la Iglesia, cuyo nacimiento, también al modo de una semilla que rompe su vaina para crecer y dar fruto, está unida a este envío del Espíritu.
Entre los poderes de este Espíritu sobre nuestra grano particular, el de ser perdonados; sobre la Iglesia, el de perdonar los pecados. Otro momento de la vida, la regeneración para seguir dando vida y más vida: vida plural, multiforme, rica en variedad. El don particular se convierte ahora, como antítesis de Babel, en un servicio universal. Cada grano hace vibrar la tierra para que el campo de labor, todo el mundo, sea tierra sangrada, morada del Espíritu, hogar de Dios. Jesucristo nos ha emparentado con el cielo y el Espíritu lo ha hecho posible. No dejaremos de admirar lo celeste y dar gracias ininterrumpidas por sus dones; no descuidaremos amar esta tierra preparada por Dios que es la humanidad y disponerla para que en ella se una lo divino y lo humano y dar frutos en el Espíritu hasta la vida eterna.