Gn 2,7-9; 3,1-7: Cuando comáis de él se os abrirán los ojos.
Sal 50,3-17: Misericordia, Señor, hemos pecado.
Rm 5,12-19: No hay proporción entre el delito y el don.
Mt 4,1-11: “Vete, Satanás”.
Satanás se presenta sin ser invitado y solo puede echársele a fuerza de contradecirlo. Para saber sobre sus argucias y el modo de derrotarlo es bueno tener presente algo de su historia. Despechado, porque Dios Creador había escogido a su criatura de barro plasmada con sus manos, el ser humano, para llegar a la condición de Dios, el que inicialmente era un ángel de luz tuvo una profunda envidia sin entender cómo él, un ser espiritual, no alcanzaría nunca la semejanza divina, a diferencia de esos seres hecho de materia tan pobre. Se autoimpuso la misión de separarlo de su Creador y de procurar que Dios se avergonzase de haberlo creado (oficio radicalmente opuesto al original, de ser cantor de la gloria divina y servidor de los hombres). Lo que no consigue el malvado en el Creador, lo logra en nosotros: la aversión hacia lo humano, la renuncia a nuestra creaturalidad, despreciar la obra de las manos del Señor.
Tres tentaciones para la desesperanza. Reeditan lo que la tentación más primitiva que llevó al primer pecado: “seréis como dioses” sin Dios, sin el Dios que os hizo criaturas para, en lo creado, llegar a lo divino. A los primeros padres les cautivó la propuesta, porque el atajo hacia la divinidad sin pasar por lo humano priva de esfuerzos y de obediencias, es decir, de elecciones o, lo que es lo mismo, del protagonismo personal en la historia propia. De haber querido, ya nos habría creado Dios divinizados, empapados en la sustancia divina, eternos y dichosos para siempre. No lo quiso así, prefiriendo mayor bien, el de la madurez del que dice sí o no en su libre arbitrio. Pocas molestias causa un siervo sumiso que asume cuanto se le pide sin querer saber su opinión, pero el Creador no nos quiso siervos, sino hijos, a semejanza de su Hijo, capaces del sí y del no, de la obediencia absoluta (acorde con su condición de hijo) y de la rebeldía para la eternidad.
Tres tentaciones para que Aquel en quien fueron creadas todas las cosas, Jesucristo, se avergonzase de la condición humana. Comida, gloria y poder, tres elementos ofrecidos por Dios en la promesa de la Resurrección, tres anhelos del hombre y tres oportunidades para tentarlo capciosamente. Satanás desvincula esos tres logros de su necesaria relación con Dios: comida sin trabajo ni esfuerzo, gloria humana al margen de la divina, poder como soberanía sobre otros. Sin duda que desenfoca por completo la integridad de aquellos bienes, para hacerlos apetecibles escondiendo que en realidad propone males en un doble atentado: contra Dios, contra los hermanos. En primer lugar desgaja de la consecución del alimento el trabajo que dignifica a la persona y la hace colaboradora de la creación de Dios, así como la dimensión social de servicio y de humanización de la realidad. Pretende suplantar al Dios que “dijo y se hizo” con el engaño de hacer creer al hombre que con solo decir puede conseguir lo necesario para su vida y aun en abundancia, sin reparar que, de conseguir esto, implicaría haber sometido a algún tipo esclavitud o situación de injusticia a otros. En segundo lugar ofrece la seguridad de Dios por medio de un hecho portentoso. La asistencia protectora de los ángeles, que acudirían a rescatarlo tras arrojarse al vacío, muestra una relación espiritual fuertemente desajustada. El cuidado y la protección divinas no dependen de milagros extraordinarios y, menos aún, de pruebas para verificar la atención de Dios. La fe crece y se va fortaleciendo en la cotidianidad con sus alegrías, lagunas, incomprensiones y decepciones. La presencia de Dios no deslumbra, sí esclarece iluminando; no ciega al ojo hasta el punto de creer por evidencia, lo invita a una mirada de profundidad. La tercera tentación mueve al ejercicio de un poder sobre las masas. Oculta que el poder es un servicio y que la valía propia no depende del vasallaje de nadie, sino del reconocimiento de la soberanía de Dios y de la participación en ella por filiación, por habernos hecho gratuitamente sus hijos.
El amor incondicional hacia el ser humano es la garantía para la victoria sobre cualquier tentación que quiere poner en duda la calidad de la condición humana, invitada a la gloria divina. La seducción dañina del diablo se verifica en la renuncia a esa preciosa humanidad por sustitutos que parecen conseguir la condición celeste con desprecio de los tiempos, ritmos y limitaciones humanas. La devaluación de la criatura, tan presente entre los adversarios de la Iglesia desde los primeros siglos, sigue provocando actualmente. Y, con mucha más fuerza aún, sigue Dios pronunciando el amor que nos tiene y que le ha merecido ofrecer la vida de su Hijo en la Cruz para causar en nosotros la Vida por su resurrección. La mayor contradicción para la tentación es la obediencia al Padre, en otras palabras, la aceptación alegre de lo que somos, el agradecimiento a Dios por ello, la conciencia del pecado y la petición de perdón, y la implicación en la misión que nos ha destinado personalmente para nuestra maduración y el bien de las otras personas.