Is 35,1-6a. 10: Ellos verán la gloria de Dios, la belleza de nuestro Dios.
Sal 145,7-10: Ven, Señor, a salvarnos.
St 5,7-10: Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor.
Mt 11,2-11: Él es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti”.
De la familia hay que hablar bien; al fin y al cabo, la consanguinidad ata y, aunque no se trate de justificar la mancha, al menos se pide no airearla. Leyes no escritas de parentesco. No sucede así siempre entre los cristianos, aunque haya motivos más que genéticos para el bien decir.
Los profetas tienen entre sí vínculos estrechos, los une la genética de su palabra. Se la escucharon a Dios, el que los eligió y la elección los convirtió en familia. Atados al mismo origen, al mismo oficio, a las mismas incomprensiones y, tal vez, más que nada, incluso a las mismas derrotas. Alguna de ellas incluso parecerá definitiva.
El parentesco entre Juan el Bautista y Jesús les venía por varias líneas. Más apta para el censo del César por la materna, de prima a prima. La profética de Señor a siervo. La del Reino de anunciador a anuncio.
El último de los profetas sintonizaba con los anteriores en palabra y obra. Y, cómo no, con aquel de quien profetizaba. Este privilegio no lo tuvieron los otros: pudo ver y escuchar a Aquel de quien hablaban las profecías y de quien él mismo estaba predicando. Le valió más lo de portavoz de la Palabra que lo de primo del Verbo; la sangre no sobrepasaba en fuerza la encomienda de Dios Padre. Esto lo sabían bien los profetas.
Tardó menos Jesús en reconocer al profeta que el Bautista en identificar al Mesías. Tenía que asegurarse y confirmar que era Él y por eso mandó recado a su primo por medio de unos discípulos. Si hay distancia entre verdadero y falso profeta, aún más entre profeta y Mesías, aunque a estos los una la genética divina de la vocación. Hace falta una lucidez especial para identificar a unos y al Otro; es la misma que delata la acción de Dios en la historia, la belleza divina en las personas, la necesidad de ejercer el oficio que el Señor ofrece.
Este profeta, el hombre más grande nacido de mujer, protagoniza muchas lecturas de la liturgia del Adviento. Mientras algunas preparaciones a la Navidad conducen a una vivencia tibia y edulcorada con nostalgias, buenos sentimientos y mejores propósitos sin motivación para el suficiente sacrificio que lleve a cierta concreción exigente o a una revisión seria de la vida, Juan el Bautista entra en escena recordándonos su quehacer y el nuestro: preparar el camino del que había llegado y el que ha de venir.
Somos profetas, sin duda, aunque no ejerzamos lo suficiente. Este ministerio entre los antepasados de Jesús consistía en dos denuncias fundamentales: la idolatría y las injusticias sociales. La una, también sin duda, lleva a la otra. Los desórdenes antiguos se repiten hoy. El progreso no ha sido tanto como cabría esperar es este ámbito tan decisivo. Pero sí hemos progresado en Mesías: ya lo tenemos con nosotros, aunque ha de venir glorioso. La tarea del profeta sigue siendo necesaria, más si cabe, porque ya conocemos al que tenía que venir y su espera última urge para preparar aún más y mejor la llegada. Cada adviento ablenta la necesidad de profetas. Los genes divinos recibidos en el bautismo bullen en nuestra sangre capacitándonos para descubrir los desdenes hacia Dios y hacia los hermanos, para denunciarlos, para invitar a la conversión, para proclamar que Él está cerca, está llegando, para entusiasmar con el anuncio de una tierra renovada, una esclavitud redimida, como nos dice hoy Isaías.
Todas estas tareas del profeta descubren el vínculo de este domingo con la alegría (Domingo de Gaudete), porque solo el encuentro con el Señor que viene causa el gozo duradero y rejuvenecedor. Cada profeta, cada cristiano ha de favorecer este encuentro siendo motivo de contagio en su alegría, otra forma de compartir la genética divina, de bendecir con la bendición de Dios, de no normalizar una Navidad adormecida por abstracciones emotivas pero que descuida al Señor y a sus hijos que sufren.