Ex 20,1-17: “No tendrás otros dioses frente a mí”.
Sal 18: Señor, Tú tienes palabras de vida eterna.
1Co 1,22-25: Nosotros predicamos a Cristo crucificado.
Jn 2,13-25: El celo de tu casa me devora.
¿Cómo podría contener un recipiente pequeño un contenido mayor a su capacidad? Quizás por partes, hasta rebosar. Aun así no albergaría el todo. O, tal vez, presionando, estrujando, achicando, a costa de hacerle perder su forma. ¿Y si aquello para recibir fuera más que grande, inmenso, inabarcable e imposible de reducir?
Mejor dirigirnos a Dios para aprender cómo lo ha logrado Él, que ha querido habitar entre nosotros, criaturas suyas. El libro del Éxodo nos muestra que lo hizo mediante su Palabra. La Ley divina, expresada en el decálogo, los diez mandamientos, viene para quedarse a nuestro lado. La misericordia del Señor nos llega a modo de semilla, pequeña y pedidora de tierra donde posar. El corazón que se ofrece para darle cobijo obtendrá un tesoro que lo hará crecer produciendo flor y fruto de aquello que partió siendo pepita menuda. Las entrañas son entonces configuradas y forjadas desde la semilla de la Palabra y para servir a esta semilla, ampliando el espacio del mismo corazón. Cuanto más dispuesto a la semilla, más grande; cuanto más grande, más siembra y más de Dios. De los preceptos de los diez mandamientos, los tres primeros atañen a la relación con Dios, los siguientes a la relación entre los hombres. La primera lectura se detiene en esos primeros y pasa más deprisa sobre los segundos. Cuando se cultiva de verdad la relación con Dios, todo lo demás queda ordenado y en armonía, incluso con la capacidad de enderezar lo torcido y poner perdón en las relaciones enturbiadas.
Este Dios se resistió a que le construyeran un templo. El Pueblo de Israel veía como otros pueblos los tenían para sus dioses y quien quería cualquier tipo de trato con la divinidad, se acercaba a su casa, ese espacio sagrado edificado con primor y dedicado para la relación con estos seres superiores. Hacerles vivienda, podía suponer también, tenerlos encerrados, domesticados y al alcance de la mano. El Dios de Israel se manifestaba como un peregrino con su pueblo, acompañante en su historia, cuya presencia se significaba por medio de una tienda de campaña, que albergaba el arca de la alianza con las tablas de la Ley. La transformación del pueblo peregrino en un reino consolidado les llevó a los israelitas a elevar un recinto para su Dios. El primero se hizo con Salomón. Destruido este siglos después, se volvió a levantar otro que, embellecido en tiempos de Jesús, fue el que el Maestro vio y visitó en sus peregrinaciones a Jerusalén.
Ninguna construcción humana podría contener a Dios, pero, para los judíos, era un lugar especial, donde la presencia divina tenía una singular relevancia. Pensaban que había unos planos celestes en base a los cuales se había construido. Para Jesús también era un lugar especial. Todos los esfuerzos humanos implicados produjeron una obra admirable para los hombres, pero diminuta para la grandeza de Dios. Sin embargo, ese templo tenía el encanto de quien ofrece poco, pero su todo, sin reservas, sin escatimar. Por eso, al restarle espacio a Dios en su templo, destinando parte a la venta de animales y el cambio de dinero (unos para los sacrificios y otro por no poderse comprar sino con la moneda específica del templo), se introducía un elemento disruptivo que quitaba protagonismo a Dios, que permitía la convivencia entre el comercio y la gratuidad de la amistad del Altísimo con los hombres. Fueron las autoridades religiosas las que lo permitieron e incluso lo pudieron propiciar. Seguía la lógica de las cuestiones prácticas: si hacen falta animales para el sacrificio, los vendemos aquí, acercando a los fieles su dádiva, con los beneficios consiguientes. Lo que se observa en el recinto sagrado hiere la sensibilidad de Jesús.
Y es ocasión, también, para manifestar el lugar de un nuevo culto, que miraba a ese espacio para la amistad con Dios, donde abrazarse lo divino y lo humano: el propio Jesús. El templo de su cuerpo resucitado es la construcción perfecta donde habita Dios y donde lo humano se acerca hasta hacerse todo de Dios.
Como bautizados, formamos parte de este edificio, que es la Iglesia, cuya cabeza es Cristo. Somo, por tanto, también templos en el Señor, donde la siembra de su Palabra en nuestro corazón, en nuestra mente, es regada por el Espíritu para dar frutos de santidad. Podemos estar restándole espacio a Dios en nuestra vida, o hacerlo convivir con nuestros animalillos y monedas. El Evangelio nos interpela y nos invita a expulsar todo aquello que distraiga de Dios, que le quite protagonismo, que estorbe nuestra relación con Él.