2Sm 5,1-3: “Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel”
Sal 121,1-2.4-5: Vamos alegres a la casa del Señor.
Col 1,12-20: Todo fue creado por Él y para Él.
Lc 23,35-43: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.
Con permiso del séptimo mandamiento, le siso a este ladrón las palabras con las que cometió el último hurto, cuando le robó el corazón a Jesús y la promesa de paraíso: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Reconoció a un rey estando en el mismo suplicio, en la misma miseria. La muerte nivela a todos en el rasero común de impotencia y limitación, la cruz en el de la miseria y desprecio. Y, sin embargo, el ladrón distinguía, ya no solo a un caballero, sino a todo un rey, en un trance de agonía y barbarie. Uno lleva lo que es consigo siempre hasta en la muerte. La muerte del Señor, no el modo de morir (el suplicio de la cruz), la forma de asumir el acontecimiento y vivirlo o, mejor dicho, morirlo, exhalaría su realeza. Majestad hasta en la agonía. Uno de los dos malhechores, rudo en los asuntos espirituales, hablaba con la rudeza habitual desbaratando con la palabra. El otro, dando muestras de finura de espíritu, aún alcanzaba a distinguir santidad alrededor de él y quiso arrimarse a ella. Consiguió su propósito con creces porque un rey no deja de ser nunca un caballero y el Rey de reyes, no dejó nunca de enternecerse por los pecadores arrepentidos, aquellos de los que decía que hay más alegría entre los ángeles de Dios cuando se convierten que por muchos justos que no necesitan conversión.
Y ese bandido, maleante, ladrón, condenado y ajusticiado, resultó ser también otro rey en virtud de la promesa hecha por el Señor. Estar en el paraíso, significa reinar con Dios en él. ¿Quién es este Rey que corona a ladrones? A los ladrones de su corazón; pero para ello, no es suficiente con ser un ratero cualquiera, sino saber llegar a las entrañas de su Majestad. Las palabras del “Acuérdate de mí…” preludiaron una liberación. Aquel maleante dejó de ser un ladrón cualquier para convertirse en el “buen ladrón”. ¿Quién este crucificado que hace posible un cambio tan maravilloso? Lo que los demás reyes no logran ni a fuerza de precepto o de armamento o de boato, lo consiguió este Rey moribundo, desarmado y a la intemperie, cautivando el corazón de su compañero y haciéndolo caballero de su Reino. No pocos piden memoria al soberano de turno para alcanzar título o prebenda o un beneficio particular, y tendrán contento si el rey se acuerda de ellos a la hora de repartir. El recuerdo del Dios Rey del Universo ofrece la memoria de su corazón donde guarda con delicadeza los nombres de los hijos de Dios para la vida eterna. El “Acuérdate” se convierte en la oración necesaria del que quiere encontrar aquí motivos para la vida y más allá esperanza de vida eterna. ¿No es reconocer que Dios tiene soberanía sobre este mundo y sobre el que está por venir?
Entonces, vinculados al corazón de este Rey, ya no querremos más título ni ganancia que el de ser los hijos muy amados de Dios y repetiremos con sentimiento y pasión el Acuérdate de mí como un suspiro liberador cantidad de veces cada jornada. Porque este Rey tiene poder para consolar, perdonar, purificar, liberar, fortalecer, regenerar, engrandecer, divinizar. No desdeña ningún maleante, a ninguno de los que robaron por equivocación perversa lo que no les haría ricos ni alegres ni felices. Y el buen Rey se cuela entonces en el palacio del rufián que le deja al menos un resquicio para proceder al robo más prodigioso y arduo, el del corazón, el de la persona entera que si no pronunció, al menos tenía esperanza de que el Rey se acordase un poquito de él. ¿Quién no quiere que el Dios soberano se acuerde de él ahora y en la hora de nuestra muerte? ¿Y cómo el Rey de reyes no va a acordarse cuando se le pide con humildad sin mirar los delitos que lastran las espaldas y aun el mismo corazón?