Jer 38,4-6.8-10: “Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”.
Sal 39,2.3.4.18: Señor, date prisa en socorrerme.
Hb 12,1-4: Recordad al que soportó tal oposición de pecadores.
Lc 12,49-53: “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!
Para el fuego no hay excusas: no justifica ni a lo pequeño ni a lo grande, ni a lo elevado ni a lo rasero, a lo menudo o a lo espeso. Basta con una pequeña llamita, algo en lo que ya haya prendido para incendiar el mundo entero con solo arrimar la tea. Lo que se desprende es una energía soberana, de luz y de calor. Lleva consigo el signo de la destrucción y de la muerte, pero también de la vida: desde que el sol prendió en llamas vivifica con su calor y su luz; el mismo cuerpo humano se sostiene a base de pequeños incendios internos para que las células puedan hacer su trabajo.
Ese doble oficio del fuego causa temor y esperanza, arrebata y aporta novedad. Las llamas asustan en la medida en que pueden acabar con lo que tenemos, y al mismo tiempo abren la expectativa para conocer qué de lo nuestro quedará, qué haya podido soportar tanta energía sin perecer.
El fuego del que nos habla el Maestro es una purificación. Precisamente “purificar” es pasar por la “pira” por el fuego (pir para los griegos). Tras el paso de la llama tomaremos cuenta de la realidad más consistente, la que permanece en el rigor, la penuria, la prueba. El deseo de evitar cualquier cambio en nuestra vida, se opone a un movimiento de tanto vigor, porque tememos que acabe con aquello en lo que nos encontramos seguros. El profeta es portador del fuego de Dios para arrimarlo a las vidas de los creyentes y que comiencen a arder. Todo lo insustancial será pasto de las llamas. Una vida sin profundidad, sin sustancia, teme al fuego de Dios y lo pretende evitar, porque parece que quitará seguridad y podrá descubrir la inconsistencia de una vida sin aprovechamiento, como mucha paja combustible.
El Señor arde en el fuego de su amor, que le llevó a la muerte de cruz, el bautismo al que se refiere en este pasaje evangélico. El incendio del amor pondrá en evidencia nuestros amores y consumirá todo lo que no se halla consolidado en misericordia, justicia, verdad, paciencia, alegría… Todo se lo llevará y pondrá al descubierto nuestras vergüenzas, si invertimos nuestros talentos en baratijas. La llama, por tanto, despierta de un sueño de anestesia que tolera, cada vez más, la banalidad y el conformismo. La división que anuncia Jesucristo es la consecuencia de una lucha por la fidelidad al Señor, que conlleva no pocas incomprensiones incluso en el núcleo de los íntimos, familia y amigos.
Que el amor de Cristo arda en nosotros para despertar nuestro sueño, consumir las superficialidades y acrisolar, fortalecer todo aquello que hizo brotar el Espíritu Santo. Que no deje de enviarnos profetas amigos de la llama del ardor divino para que susciten en nosotros un deseo más vivo de Dios y de justicia.