Neh 8,2-4a. 5-6.8-10: El pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la Ley.
Sal 71,1-2.7-13: Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra.
Ef 3,18.8-10.15: Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.
1Co 12,12-14.27: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro.
Lc 1,1-4; 4,14-21: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido”.
Otro predicador con afán por tener audiencia, otro púlpito relleno de palabras acarameladas, otra boca que pronuncia y pronuncia sin aportar apenas… Los hay que no dicen nada, los hay que quieren decirlo todo, pero los que escuchamos, aquellos a los que pretender cautivar con su discurso, solo pedimos que nos digan algo por lo que merezca la pena invertir tiempo para escuchar y para reflexionar, que pellizque el corazón y comienza a sentirse incómodo porque tiene la intuición de que podría sentirse mejor. Queremos una boca que pronuncie esperanza y no se publicite a sí misma.
Miremos a Israel. Con la victoria del poderoso pueblo de Babilonia contra los israelitas y la deportación de la población más formada y capaz, el Pueblo de Israel se quedó seco de talento, y aún peor, seco de la Palabra de Dios. A la vuelta de aquel destierro y con el proyecto de restauración del político Nehemías junto con el sacerdote Esdras el pueblo escucha de nuevo la Palabra de Dios con la proclamación del Libro de la Ley. Volvían a oír a Dios en bocas humanas. Volvían a hablarles, no solo de Dios, sino la Palabra de Dios; era el Señor mismo quien hablaba en aquellas bocas. La emoción no se pudo contener (como relata la primera lectura del libro de Nehemías).
Sin embargo, se puede recitar la Palabra de Dios y pasar ésta completamente inadvertida. Los oídos se encallecen cuando un corazón no quiere oír, y no querrá oír porque se le azuza, se le increpa, se le exige. Pero no sólo, también hace falta una explicación que facilite su acceso hasta las entrañas del que oye. Hay necesidad de predicadores que hayan amistado con esta Palabra hasta hacerla carne en su misma vida y lo que pregonen venga acreditado como de Dios. Un primer paso para entender la enseñanza del Señor es acercarse a alguien dócil a la enseñanza de Dios. Unos ojos que resistan a la contemplación de Dios se rinden ante la claridad de un hombrecillo concreto que vive como Dios manda. Hay que tener suficiente seguridad de que lo que Dios propone significa una mejora en nuestras vidas. Lo que le oponemos podrá ser pereza, podrá contener indiferencia pero, básicamente, se trata de que no estamos convencidos de que supone ganar calidad de vida. Los esfuerzos empleados por encontrar una mejor tarifa en los contratos domésticos o en el ahorro de la compra están lejos de las energías empleadas para plantearnos siquiera si el mensaje que nos llega de Dios merece la pena tenerse en cuenta.
Jesús llega a su pueblo, Nazaret, donde hallaría familiares, amigos y todo conocido de la infancia y juventud. Allí transcurrieron seguramente más de treinta años de su vida. Encontrándose con los de siempre, yendo a donde solían ir siempre los sábados, leyendo la Palabra de Dios como siempre, podría haber proclamado cierto mensaje con el estilo de siempre (que no significa que fuese incorrecto) y causar el efecto de siempre. Ese día, el hijo de María, el que se creía hijo de José, realizó algo inaudito: se apropió de la Palabra de Dios haciéndola suya; la hizo eficaz en sí mismo como cumplidor de cuanto se anunciaba: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Lo que había pronunciado anteriormente era ante todo una revelación de la misión de Dios para anunciar: el Evangelio a los pobres, la libertad a los cautivos y el año de gracia del Señor, y para liberar: a los oprimidos. Anuncio sobre todo; pero un anuncio convincente, porque Él mismo era certificación de que lo que anunciaba se cumplía, de que la profecía se llevaba a cabo. Los ojos fijos en Él de toda la sinagoga era muestra de que había despertado expectación. Cautivó sus sentidos, causaba sorpresa. Para que la seducción fuera completa y eficaz habría que reconocerse uno mismo pobre y cautivo y oprimido, en definitiva, necesitado de Dios, del Dios de Jesucristo.
Arrimarse la Palabra de Dios hasta hacerla carne propia es una urgencia. Por eso también es urgente encontrarnos con predicadores que viven unidos a la Palabra y la propagan con el testimonio de su vida. Nunca se es precoz para ello, y en los niños contemplamos una tropa magnífica para manifestar la presencia del Señor en sus vidas. Ellos no están exentos de responsabilidad en la misión de la Iglesia y no son menos profetas y predicadores que los demás para hablar con sus palabras la Palabra de Dios. La jornada de la Infancia Misionera nos lo recuerda, este año subrayando el agradecimiento de todo misionero con todo don de Dios, por su elección, por la ayuda fraterna de toda la Iglesia.
Es esta Iglesia la que desde el principio se sabe comunidad de hermanos, donde cada uno tiene una misión de parte de Dios para el bien común. La Palabra queda encarnada en cada persona con un carisma, un servicio, un oficio que conforman como un cuerpo de muchos miembros, todos útiles y necesarios entre sí. La eficacia de la Palabra de Dios se resuelve también en la consciencia del servicio personal donde se aprende a recibir el amor de Dios, pero también a llevarlo a los demás. Saberse un miembro concreto es también darse cuenta de la propia identidad y utilidad en el cuerpo múltiple. Una vida despojada de misión, de oficio, de servicio en el cuerpo queda hueca, como la palabra malversada y sin provecho. Que no deje de haber personas amigas de la Palabra de Dios que nos digan convincentemente, para pellizcarnos el corazón y que no deje de desear ser cada vez más de Dios.