Hch 10, 34a. 37-43: Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse.
Sal 117: Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Col 3, 1-4: Buscad los bienes de allá arriba.
Jn 20, 1-9: Hasta entonces no habían entendido las Escrituras.
Habían visto muchas cosas. Sus ojos habían atrapado lo que el Maestro les había mostrado claramente. Pero no habían comprendido tanto: una cosa era el viaje de la luz al cerebro a través de los ojos y otro el que lleva de la cabeza al corazón. En este último trayecto, tan importante, pueden perderse muchas cosas, tantas como para haber visto mucho y no haber entendido nada.
Al cerebro le llega una información de colores y luces a granel. En una parte llamada lóbulo occipital todo esto es procesado e interpretado colocándolo de forma coherente e inteligible. Lo mismo sucede con lo que viene del oído hasta la corteza auditiva. Allí dentro se cuenta con unas claves que permiten separar, unir, colocar, distinguir, distribuir… para que lo que hay fuera tenga también sentido dentro. Pero lo recorrido de lo que se vio o escuchó no ha terminado aún su trabajo: el camino culmina en el corazón. Es crucial que este disponga de los elementos apropiados para interpretar lo que recibe y entender de un modo u otro, o, más aún, comprender realmente o no hacerlo. Dependiendo de las experiencias anteriores y de cómo las hayamos vivido, así tendremos material para abrazar lo que viene ahora. Si esto implica un mecanismo complejo, esta complejidad aumenta cuando los datos que tomamos son palabras. ¿Qué significan? ¿Qué ha querido decir con esto?
En Israel, eran las palabras antiguas de las Escrituras las que volvían una y otra vez para hacer entender lo que sucedía en la actualidad. Avivaban la memoria de lo ya ocurrido para iluminar el momento presente. Dios había cuidado, acompañado y salvado a su Pueblo tantas veces… Sin embargo, la aparición de una nueva dificultad parecía diluir aquellos momentos luminosos para sumir en la desesperanza. La Palabra de Dios recordaba insistentemente que el Señor es Salvador y, así como antes liberó, seguirá haciéndolo, porque ama a su Pueblo, porque es eterna su misericordia.
Mucho vieron y oyeron los discípulos de Jesús y, sin embargo, no se habían hecho con las claves que permitía dar sentido completo a todo ello. Lo que habían vivido con el Maestro esta formado por retales fragmentados que, ante su muerte en la cruz, perdían consistencia y coherencia. Fue primero María Magdalena, vio el sepulcro vacío y no creyó, pero informó, comunicó. Fueron luego Pedro y el discípulo amado: Pedro vio, pero no acababa de entender, el otro discípulo entró, vio y creyó. Tal vez para ver y escuchar y entender hace falta saberse muy amado. La confianza en el amor de Cristo nos faculta para no desconfiar, sostener la esperanza, crecer en la verdad.
Del hecho del sepulcro vacío se entendieron varias cosas, dependiendo de lo que hubiera en el corazón del que miraba: el robo del cuerpo de Jesús, el ocultamiento por parte de sus discípulos, el despertar de ese crucificado que no estaba realmente muerto. Unos mismos datos a los ojos y tantas formas de comprenderlo. ¿Quiénes entendieron que realmente había resucitado? ¿Quiénes de nosotros lo creemos realmente hoy que ha resucitado y nos va a resucitar? Quizás, quizás, quienes se sabe muy amado por Dios y, por eso, también quiere amar mucho y, lo que ven, lo ven desde el amor del Señor manifestado en Cristo Jesús en su muerte y resurrección.